domingo, 19 de junio de 2022

El cuento | Tercer especial para la LC de 'La Cabaña' 2022

 



ESPECIAL LC 2022

LA CABAÑA

El oscuro laberinto de la psicosis



Introducción


Superado el tercer tramo de la lectura conjunta de ‘La cabaña’ organizada por Arkana.

 

Con el debate de la mañana en la memoria y una especie de hoguera en mi interior, no puedo sino sonreír al recordar los diferentes momentos que los participantes están brindando. Minuciosos, cariñosos, solemnes... ¡Hasta divertidos! En todo lo que llevamos de actividad, así como en esta semana en particular, está habiendo espacio para multitud de enfoques sobre una trama, ya de por sí, cambiante y laberíntica.

 

Está claro que al ejército de sombras que acompaña en este libro a la muy presente psicosis le van saliendo ya algunas luces. No es que sean faros en el océano embravecido al que la lectura arroja, pero sí parecen querer adoptar la tenue luz de un farolillo perdido en algún lugar.

Para llegar a tocarla, hace falta remar un poco más. 

Nadar con lo que nos quede, si es necesario.

 

Me hace muy feliz ver la ilusión y el hype con el que los lectores de la LC se preparan para encarar el cuarto y último tramo que, la semana que viene, les deparará el final de esta historia.

Sin embargo, aún estamos a mitad de debate.

Se han portado tan bien que, para el premio de esta semana, Anciano Noel lo ha dado todo para satisfacer sus mentes en ebullición.

 

El tercer premio va para ellos con todo mi cariño.

‘El cuento’ sigue con la historia breve que tejieron en semanas anteriores ‘La visita’ y ‘El banquete’.




El cuento


La cena estuvo, en efecto, de rechupete.

Verónica no tuvo demasiados problemas a la hora de acabarse su porción de estofado. 

Ahora que los invitados habían partido, la sobremesa parecía que iba a gestarse, nuevamente, frente al calor de la hoguera. Allí estaban, en sus respectivos sillones, el viejo y la joven, contemplando el flujo de las llamaradas y escuchando su generoso crepitar.

 

—¿Dónde estaba Luto?

 

La chica no supo bien en qué punto se originó la pregunta que lanzó al aire. Pero, por la leve carcajada que manó de su anfitrión, tuvo claro que él sí.

—Créeme que no eres la primera ni la última que va a formular esa cuestión. — Mientras aseveraba aquello, el viejo terminó de preparar una pipa que, pronto, lanzaba esporádicas humaredas que iban a unirse a las de la gran chimenea.

Cuando el rostro del hombre mayor se ensombreció, y su ceño pareció fruncirse en una clara muestra de concentración, este ya se encontraba en plena argumentación.

—No creo que haya que preguntarse por la naturaleza de Luto. Alguien tan esquivo, solitario y sombrío, suele estar aquí y allá, perdido en los bosques más que integrando cualquier tipo de civilización. Pregúntate, querida, por sus cercanos.

—No sé si alguien así tendrá muchos amigos... — Respondió Verónica casi por acto reflejo.

La carcajada del viejo sonó entonces mucho más sonora y longeva que la anterior.

—¿Crees que los cercanos a alguien son sus amigos? Tiene sentido. Para muchos es así. La versión oficial es así.

El viejo dejó entonces que transcurriese un lapso de silencio.

Solo cuando la información pareció fruncir también el ceño de su invitada, prosiguió.

—Los amigos de Luto que suelen precederle son Desamparo y Desolación. Siempre le acompañan Pánico y Ansiedad. Todos ellos, con sus negros ropajes y sus caballos... Menuda pandilla. Por aquí se hace llamar Los jinetes.

 

Como el martillo gigantesco de un juez invisible, un trueno golpeó entonces con tanta fuerza las inmediaciones de la cabaña, que Verónica no pudo más que estremecerse.

—¡Vaya! Parece que alguien va a tener que pasar la noche aquí. 

Algo hubo en las palabras del viejo que acorralaron el ánimo de la joven. Se sintió, más que invadida, conquistada. Como si jugase una partida de ajedrez con alguien ya sabedor de su victoria. De modo que reaccionó como siempre que se sentía acorralada: Retando con chulería.

—¿Crees que me da miedo la lluvia?

—Creo que te dan miedo demasiadas cosas.

 

Verónica se levantó como un huracán.

No solo por lo que había escuchado, sino también por el modo en qué lo había hecho. Una cosa es que alguien te espete una grosería en la cara. Otra, muy diferente, es que esa voz se cuele en tu cabeza y resuene como un eco hasta penetrar en cada rincón de tu mente.

Cuando la joven alzó el dedo en dirección al sillón del viejo, quedó perpleja al encontrarlo vacío.

Se giró, a lado y lado, solo para confirmar su soledad.

Tan solo un elemento había cambiado en ese misterioso lapso.

Una vela.

Estaba recién encendida en la mesita. Su luz, tenue, iluminaba un papel escrito con mimo. Acercándose, Verónica descubrió que incluso la tinta estaba fresca.

Cuando se vino a dar cuenta ya había tomado asiento y leía con atención.


La madre de todas las tormentas

 

 

Llueve.

Otra vez esa fina lluvia que no ha parado de caer desde que ella se fue.

No es que seas una persona que sienta especial predilección por una climatología en particular, pero sí te gusta que el día pase tranquilo. 

Nada de viento, nada de sol aplastante... Nada de tormentas.

Sonríes a tu puta suerte, en cuanto, últimamente, los vientos se han tornado huracanes para ti.

Lanzas una carcajada privada a tu maldita fortuna, pues sientes como, en ocasiones, la vida abrasa con eso que llaman, equívocamente, su sol de justicia.

Aunque, bajo el manto cada vez más oscuro de nubes bajas, prefieres guardar un silencio fúnebre.

 

Dicen que Dios está en la lluvia.

¿También lo estarán aquellos que se fueron?

Te lo preguntas, una y otra vez, mientras tratas de desplegar el paraguas bajo la protección de un portal. Y no es un portal cualquiera. Pertenece a la entrada del cementerio. Ese que visitas cada domingo, religiosamente, como si de un clavo ardiendo se tratase.

Una fuerte ráfaga de viento golpea la tela del paraguas hasta casi arrancártelo de las manos.

El recepcionista de las instalaciones te ofrece su ayuda, que declinas con premeditada educación. Pues así eres ahora: Roca sobre trémulo. Nadie, salvo Dios, puede percatarse del desamparo que sientes. De la desnudez y la vulnerabilidad.

 

Para cuando el nudo aparece en tu garganta, te descubres golpeando con fuerza creciente el jodido paraguas. Está atascado. Aunque finalmente, de un golpe seco, este se abre. Resoplas y emprendes el camino de regreso a casa.

Dicen que Dios está en la lluvia, ¡Ja!

Si Dios estuviese ahí, no creo que dejase los coches hechos una mugre harapienta tras su discreto paso.

No creo que dejase hijos destrozados y al borde del colapso por preguntas sin resolver.

 

El primer trueno del que te percatas no es precisamente el eco de un fenómeno lejano.

Suena sobre ti.

La carga eléctrica es tal que un relámpago parece detonar contra el asfalto que pisas, apenas unos metros más allá. Eso hace que te agaches instintivamente, lo que, en combinación con una nueva racha de fuerte viento, logra que tu paraguas salga propulsado. Alzas la vista y lo ves, surcando los cielos en dirección a ninguna parte, cuando de repente la lluvia arrecia. Te empapa en cuestión de segundos. Y cala, hay que ver de qué forma cala.

 

Has caminado lo suficiente como para encontrarte donde estás, en tierra de nadie.

Ojalá esta afirmación se refiriese al descampado cercano al cementerio. 

Sin embargo, ciertas metáforas atesoran malicia detectivesca y afán de dar caza.

Vas a romperte cuando sientes como el frío da paso a algo más cálido y cercano. Una sensación que se presenta térmica, pero parece vestida con telas del pasado.

Entonces el parabrisas de un coche te devuelve tu propio reflejo.

Ahí estás, abrazándote a ti mismo, con el cabello empapado y un rostro pálido asomando de él. Pero si de algo estás seguro, es de que no te resulta una estampa solitaria. Hay alguien más ahí. Alguien a quien la obstinada realidad mantiene oculto, pero cuya cercanía es detectada por tu interior de forma natural.

 

¿Mamá? 

No lo dices. Solo un hilo de pensamiento toca esa nota, bajo el concierto de truenos que parece querer sepultarte junto a su recuerdo.

No obstante, la lluvia sigue jugando a lo imposible.

La sientes tan agradable...

Como un abrazo.

 

Dios está en la lluvia. Puede ser. Una gota por cada persona amada que se ha ido.



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