PARTE I
Dicen que a la tercera va la vencida.
No obstante, a quién vas a ir con todo el descaro a pedirle fe ciega tras errar dos veces.
Cómo vas a tener la jeta de buscar leales en un territorio tan pantanoso como el de la adicción.
Por otro lado, mis doce días consecutivos limpio de alcohol dibujan en los cielos el conocido color de la esperanza. Jugando al escondite con el verano, esta se posiciona justo al final de su calor. Mi mente evoca con mayor y mayor nitidez, a cada jornada que pasa, cielos eléctricos de vivos azules. Ventiscas regeneradoras que, en su afán por vaticinar el fin de un nuevo curso estacional, en mi caso no hacen más que traer, bajo el brazo de sus nubes, el oxígeno que me da la vida.
Escribir varado en las aguas calmas de junio tiene mucho de soñar despierto.
Igual que vaticinar una hipotética victoria con mi adicción inmortal de forma tan precipitada. Pero todo guerrero necesita de su espada, y lanzarme a escribir esta serie de ensayos no es más que una demostración de mi clara intención por desenvainarla.
Hace algunos años, diez en concreto, mi realidad se pintaba con la parte más oscura de la escala de grises. Ahí, en medio de un borrón de todos ellos, un lago se erigía si uno lograba perforar la espesa niebla que lo ocultaba. Aunque no era ni mucho menos ni un oasis, ni un remanso de paz.
El lugar pasó a ser mi purgatorio personal. Atemporal, permanente, con tintes de eterno... Y con una gigantesca anaconda nadando en su interior. Tan bien conozco sus fauces que podría relatar de memoria un retrato literario hiperrealista de sus afilados dientes y el brutal efecto de sus múltiples venenos.
Sin embargo, querido lector, si estamos aquí es porque has decidido darme esa tercera oportunidad. Un lienzo nuevo en el que, muy probablemente, el escenario y sus enemigos hayan mutado la naturaleza de esta guerra. Y tanto me da si la oportunidad caduca al concluir parte o la totalidad de este texto. De algún modo, no me siento solo mientras tecleo, con la banda sonora de Braveheart pintando verdes paisajes surcados por riachuelos aquí y allá.
Sé que esta nueva batalla solo precede a otras tantas.
Sé que alcanzar el primer medio año limpio consiste en vencer, uno a uno, a todos y cada uno de los días que están por venir.
La verdad es que, ni debo, ni puedo, ni quiero engañarme pronosticando una serie de ensayos especialmente épica o en danza cercana a la agonía. Esta vez no. Quizá el lago de la anaconda me espere indefectiblemente en la hoja de ruta, pero no seré yo el que lo busque. Pues esta tercera ofensiva contra mi más letal enemigo la organizo desde el convencimiento de que deseo un futuro más tranquilo y reflexivo del que, por desgracia, a tantos privé en el pasado.
¿Se trata pues de una simple cuestión de madurez?
Teniendo en cuenta lo aceptado que está el alcohol como droga legal, lo dudo mucho.
Cuántas personas defenderán a capa y espada el consumo controlado, sin tener en cuenta los aspectos peliagudos que dejan en el tintero.
Esas noches de garganta disecada y un mañana teniendo que pedir perdón.
Esos “divertidos” actos irracionales que tanto molan y alejan de la cruda realidad.
Supongo que ahí se encuentra la raíz del problema. En el fondo, sí que se trata de una cuestión de madurez... Aunque no precisamente enfocada a la droga, pues la naturaleza de la adicción escapa a todo valor y ética nacida de la cordura. Se trata, más bien, de una madurez aplicada al propio curso vital, desde fuera y desde dentro.
Me explicaré.
Digo desde dentro porque lo primero contra lo que estamos atentando es contra nuestra propia vida. Y no vale salirse por las ramas con esperanzas infundadas en avances de la ciencia. Eso sería como jugar a la lotería, tras haber apostado nuestra alma en una partida de póker, con tal de recuperarla. Desde dentro hace referencia a nuestro propio deber con nosotros mismos. Con una vida que, lejos de entrar en si ha sido dada por un dios o la aleatoriedad universal, merece ser tratada con un mínimo de respeto que, cuanto menos, se salga de lo suicida.
También digo desde fuera.
La cruda realidad, he comentado antes. Pues digamos que su crudeza, a lo sumo, se pudrirá si regamos con alcohol nuestros intentos de huida. La madurez, aplicada a nuestro exterior inmediato y extendida al mundo que nos rodea, requiere para comenzar de mucha responsabilidad. Y no precisamente de usar y tirar. Responsabilidad crónica y perenne.
Imagino que, si diese un speech en vez de escribir estas palabras, ya me habría llevado algún tomatazo, llegados a este punto.
Típico, dirían, deja la diversión para lanzar un alegato acerca de lo válido que es el muermo de la vida de la integridad absoluta.
Ahí, precisamente, es donde alguien que quiere desintoxicarse debe hacerse fuerte.
Algo así como una fortaleza atrincherada en la difícil guerra de aguantar las opiniones de demasiados ciegos imbéciles. Como hordas de seres babosos, tratarán de engullir el atisbo de luz que, contra todo pronóstico, ha nacido en la misma oscuridad que habitan. Sus casas, malolientes a fumeteo sin ventilar, con familias temerosas de que se vuelva demasiado pasado de copas, nunca, jamás, deben ser alumbradas.
Porque el adicto, además de necio y mentiroso, es un ladrón que esconde todas las pruebas que puede. Y tanto le va a dar que los ojos le cuelguen hasta la suela de mugrientos zapatos. Tanto le va a dar apestar en vestimenta y cuerpo. Al zombi de bar solo le importa, dos tragos de cerveza después, salir a la terraza de su antro de confianza a echar un pitillo mientras ajusticia cuanto caiga en sus manos.
Evidentemente, siempre llega el día en que la situación colapsa. Bastará entonces con hacer un alegato, preferiblemente público, de lo espléndido que el sol que llega con la mañana de un nuevo día. De una nueva época. De una nueva esperanza.
Y por la tarde al bar que hay que empinar el codo porque el cuerpo lo pide.
Apreciado lector. Siento asco de tener que escribir estas líneas.
Me siento tan asqueado de haber pertenecido por décadas a este club de toxicidad, que tiraría la toalla ahora que nada más apenas empiezo, con mi escueta docena de días en lucha.
Pero dicen que a la tercera va la vencida.
Un clavo ardiendo al que me voy a agarrar, del que voy a erigir mi lema, mientras, espero, esta serie de ensayos logre acumular tiempo a sus espaldas.
Discuto mucho conmigo mismo acerca de por qué hago esto.
Al final, todo apunta a que la pregunta es más bien por quién lo hago. Se me da muy bien esquivarme, apartarme del reflejo que muestran los espejos. Seguramente, demasiados años de alcohol me han deportado tales habilidades, puliéndolas como si de virtudes se tratasen. Pero como si la madurez en nuestro periplo no fuese sino un acordeón de la banda total, en ocasiones hay que regresar a puntos iniciales, para así obtener perspectivas correctas.
¿Qué le diría le niño que fui al adulto que escribe?
No cabe duda alguna.
Lo hago por mí.
Como si mi querido lector fuese yo mismo.
Como si mi propia vida dependiese de esta decisión. De la victoria en esta guerra.
Dicen que a la tercera va la vencida.
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