LA MORADA DE LA FANTASÍA
Sara estaba harta del calor de un verano que aún apenas despertaba.
Recién pasado el mediodía, justo cuando la tarde comienza a adueñarse de su legítimo lugar, era un lecho mugriento el sitio en el que reposaba la mujer.
El olor a colilla logró desperezarla, lo justo para levantar algunas pelusillas al girarse para encarar su cenicero. No solo estaba a rebosar. Un puto cigarrillo mal apagado estaba provocando una particular y asquerosa barbacoa en el pequeño recipiente.
Asqueada, Sara lo agarró y lo condujo, junto a su pesado cuerpo, al fregadero de la cocina. Si docenas de científicos trabajasen día y noche en la persecución del secreto del origen de los hongos, pensó divertida, sus resultados no serían tan buenos como los que ella tenía enfrente en ese asqueroso instante. Fideos desechos encontraban en el moho de otros restos un pretexto para rebozarse. Quiso agarrarlos para deshacerse de ellos, pero un bostezo le recordó que no tenía sentido ponerse a limpiar semejante estropicio, cuando estaba claro que iba a rendirse nada más empezar.
De lo que no iba a hartarse nunca era de las birras heladas.
Tal como se desperezó, en el mismo momento en el que su mente adquirió cierta consciencia espacio temporal, Sara abrió la nevera, rebuscando con ahínco y un amago de desesperación. Cuando sus yemas tocaron una lata bien fría, la mujer sonrió. El alivio y cierta dosis de consuelo entraron en ella como el chute del día anterior, del que aún trataba de recuperarse.
Lo siguiente estaba claro.
Clásica. Necesitaba de una buena dosis de música. Pues, tal y como Sara siempre defendía, no había nada como un buen hilo musical para calibrar mente y comenzar con buen pie el día. Dirigiéndose al salón, cerveza en mano, decidió aprovechar la última elección pinchada en su vinilo. Limitándose a darle al botón de reproducción, el delicioso carraspeo de su tocadiscos comenzó a vaticinar lo que se venía. Aunque nadie, ni la misma Sara, esperaba calcular mal los pasos y reventarse el dedo meñique contra una esquina de la mesita que presidía el sofá.
Poco después, la sangre que brotaba de la uña partida no suponía lo único en brotar en el pequeño apartamento. También lo hacían las lágrimas de la mujer. Mujer que, tras un buen rato llorando, comenzó a adivinar que ahí había mucho más que una reacción al intenso dolor.
Quizá por eso, ya dispuesta a prepararse un nuevo chute que le permitiese explorar debidamente la naturaleza de su desesperación, le resultó más sorprendente aún el ver bichos de colores revoloteando por su campo de visión.
—Oh, vamos, ¡No me jodas que hay plaga!
Sara no estaba ni remotamente en condiciones de plantar cara a nada por el estilo. Y si la mujer no estaba en condiciones, lo del piso ya era escandaloso. No. Nadie iba a entrar ahí ni de coña, aunque de las baldosas comenzase a brotar mierda en estado puro.
Uno de los bichos, de rosa fucsia, se paseó por la mejilla de Sara, haciéndole cosquillas y calentándola hasta borrar todo rastro de húmedo llanto. Para cuando comenzó a juguetear con su cabello, como queriendo introducirse en su melena, la mujer ya estaba en pie, abofeteándose como presa de un agresivo brote de esquizofrenia.
De repente, detuvo todo su ímpetu, quedando quieta como una estatua.
—Ya me parezco a mi madre. — Afirmó en voz alta mediante un tono plagado de abatimiento.
No metas a Encarna en esto.
El corazón de Sara estuvo a punto de fallar nada más escuchar aquella voz.
Se la consideraba la puta de su calle y la yonki del barrio. Desde hacía tanto, que ya ni se molestaba a discutir con el reflejo que le lanzaban los espejos. Simplemente, solía mirarse en ellos hasta que una ira descontrolada le hacía romperlos en mil pedazos. Trozos que, a la postre, eran perfectos para infringirse cortes en los brazos y, cómo no, cortar la coca.
Pero no era una zumbada. Eso no.
No era como la loca de su madre.
Por eso quizá, cuando la voz volvió a pronunciarse, Sara agarró lo primero que tuvo a mano, dando por hecho que algún hijo de puta se había colado en su casa.
¿Por qué no te pegas un viaje?
—¡Viaje el que te voy a dar con el palo de escoba, ladrón de mierda!
La respuesta de la mujer quedó colgando en el caluroso interior del apartamento. Solo el sonido de un ventilador averiado parecía rivalizar con el in crescendo musical de un vinilo ya a mitad de reproducción.
He dicho que te pegues un buen viaje.
El bofetón que recibió Sara no vino de ningún lugar. Pero la lanzó al suelo por KO.
Levantándose, aturdida, abrió los brazos autolesionados tratando de otear el entorno.
Otro bofetón. Y otro. Luego, un puñetazo directo a su nariz.
Desesperada, la mujer pataleó en el suelo mientras sentía como unas manos la agarraban con fiereza bruta del pelo, obligándola a levantarse.
Sara trató de resistirse, aunque era en vano, a tenor de la fuerza que aquel fenómeno estaba empleando contra ella. Cuando la obligó a ir girando su cuerpo, hasta encararla a una pared, el tirón de pelo que sintió la mujer por poco le arranca media cabellera. Tratando de secar el río sangriento que manaba de sus fosas nasales, Sara al fin lo vio.
—No, por favor...
El cuadro de su madre.
Lo único que, en su majadería de múltiples trastornos y adicciones, aquel desastre humano atinó a completar.
Pero si siempre te gustó la fantasía.
Así era.
Por un momento, Sara retrocedió a su más tierna niñez. Si es que un padre alcohólico y pederasta permite referirse así a la atrocidad de infancia que ella vivió.
Aunque a aquella cosa no le faltaba razón.
Adoraba las luciérnagas. Tanto, que solía escaparse a los bosques cercanos a su casa para pasar noches en vela contemplando a aquellas criaturas fascinantes. Tanto daba el castigo posterior. Únicamente el momento en que uno de aquellos seres se posaba en su mano, iluminándola de tonos fosforescentes en la noche, valía sobradamente cualquier precio a pagar.
Quizá por eso su madre quiso lanzar cierto homenaje. Y quizá por eso Sara, en el huracán de destrucción que suponía su vida, si algo había mantenido a salvo, constante, era aquel cuadro en el que cientos de luciérnagas llenaban la noche de color.
Cuando un nuevo cosquilleo recorrió la mejilla de Sara, esa vez no reaccionó con violencia.
Simplemente, se limitó a desplazar la vista, intuyendo que aquello no se debía a ninguna plaga. Era una nota, una preciosa nota musical que brillaba como si de una luciérnaga se tratase.
El vinilo siguió hasta alcanzar el clímax de sus últimos compases.
Cuando el agarre de Sara pareció ceder, esta se giró, llevándose una mano a la boca al verse rodeada de notas de múltiples colores. Decoraban la cloaca en la que vivía hasta que, incluso, le daban ganas de llamarla hogar.
Es la hora. Las luciérnagas te esperan.
Para cuando la mujer fue a responder a aquella presencia, el empujón que recibió en el cuello rompió sus cuerdas vocales. Salió proyectada, de espaldas, en dirección al cuadro de su madre.
La fractura del cráneo de Sara precedió al seco sonido de su nuca al partirse.
El vinilo terminó entonces su concierto.
Alguien colocó la aguja en su lugar.
Y se hizo el silencio.
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