miércoles, 13 de diciembre de 2017

El bipolar que no se dejó tumbar (Cinderella Man)





EL BIPOLAR QUE NO SE DEJÓ TUMBAR
(CINDERELLA MAN)




“No me hables mierdas de la suerte. Hace mucho que la perdiste.”


Llevar el combate entre una persona y un trastorno bipolar al terreno del boxeo del film Cinderella Man. Eso es lo que va a tratar este símil, con mayor o menor éxito. Con victoria o derrota, por KO o por puntos.
Esta historia da comienzo en un punto de mi vida en el que me arrastraba, más que caminar, por ella. Porque voy a hablar, en esta ocasión, desde mi propia experiencia, aunque espero que de ella se pueda extrapolar contenido al combate maníaco depresivo en general.
Yo andaba sumido en una vorágine alcohólica que suponía el clímax a la autodestrucción gestada mano a mano con un trastorno desestabilizado por años.
Si en el boxeo son los puños los que libran buena parte de los combates, en la salud mental todo se desarrolla dentro de una misma cabeza: La nuestra. Así pues, no es descabellado decir que mi cabeza, tras tantos combates contra episodios de la enfermedad, estaba tan maltrecha por aquél entonces como la mano derecha de Jim Braddock en el film que nos ocupa. Joven promesa en su momento, la mala fortuna en forma de lesiones del boxeador lo llevó a pasar gravísimas dificultades, en forma de bajo rendimiento en el ring y apuros económicos fuera de él.
Cuando un bipolar atraviesa cíclicamente demasiadas crisis, los resultados pueden ser muy parecidos, siendo el ring la pelea por la propia libertad y la vida, la misma que muchos conocemos.

El caso es que, en un momento determinado, quise pelear por algo que no había hecho antes: Vencer mi adicción al alcohol. Jim, el protagonista masculino del film, peleaba por Mae, su mujer, y sus hijos. En mi caso, vencer mi adicción, entre otras cosas, era cuanto menos garantía de cierta felicidad y paz para los míos.
Siendo este campeonato algo cíclico, siempre llega el momento en el que tu representante se te planta con la oferta de “un último combate muy bien remunerado”. Y es aquí donde da comienzo la historia. 
 




“Solía rezar para que te lastimaran lo suficiente y no pudieras seguir peleando.”


A partir de la decisión de aceptar ese combate, de pelear por mantenerse sobrio día a día, ocurren dos cosas. La primera es que el trastorno se remueve, quizá imperceptible en un principio, como el origen de un tsunami. La segunda es, que si vences el combate, si realmente pones todo tu empeño en ello, el horizonte se llenará de más peleas.
Cuando uno ha sido derrotado por KO por un trastorno tan peligroso como lo puede ser el mundo del boxeo, en repetidas ocasiones y con secuelas tan graves como son los huesos fracturados de Russell Crowe, para el entorno más cercano a nosotros puede resultar de lo más duro ver como nos alzamos en aras de una victoria ante algo que no se puede derrotar. Porque cada vez que me he levantado y me he puesto a pelear, he tenido entre ceja y ceja la conquista de mi propia libertad, de una vida no subyugada a las condiciones del trastorno, sino más bien controlándolo y empuñándolo como quien se enfunda los guantes del deporte que nos ocupa. Unas cejas partidas por los lugares donde la enfermedad ha ido golpeando a lo largo de la década que lleva ya diagnosticada. Unas cejas que, al mirarme al espejo de mi interior, me devuelven la garra y la voluntad de intentarlo de nuevo. Unas cejas que, en cambio, al ser vistas por los demás producen una sensación de impotencia casi visceral. Esas cejas son los circuitos de neurotransmisores del cerebro, que cada vez que pelean por el título mundial de la locura contra ni más ni menos que un brote psicótico, saltan por los aires en el film en forma de ríos de sangre, y en mi experiencia en forma de largas desconexiones depresivas, sufrimiento y dolor.




“¿Cree que me ha dicho algo nuevo? ¿Como que el boxeo es peligroso o algo así?”


A medida que Braddock avanza y escala por la conquista del título mundial de los pesos semipesados, los rivales no dan crédito a que el veterano rival que tienen enfrente muestre la cantidad de recursos que Jim demuestra. Eso es algo muy parecido a lo que ocurre cuando a un bipolar se le dispara la hipomanía, pues en esas condiciones plantearse objetivos como dejar atrás el alcohol se convierte en algo incluso sumamente entretenido, casi divertido. Pero no se tiene en cuenta que el destino inexorable de esa fase es la irritabilidad de la manía que se vuelve contra uno mismo, erigiéndose como el penúltimo gran rival antes de conquistar nuestro título, nuestra ansiada libertad.
He comentado con anterioridad que la victoria final era imposible. Eso lo he dicho pues, incluso manteniendo el tipo frente a la manía, incluso intercambiando golpes durante quince asaltos que nos dejarán mentalmente excelsos y físicamente destrozados, el premio no será otro que el ser aspirante al título contra el rival más sucio y peligroso del campeonato: Max Baer, que en este símil hará las veces de la psicosis.
Y aquí es cuando se produce la fractura en la comparativa, pues si bien el film J. Braddock mantiene un pulso de lo más emocionante contra el último púgil al que se enfrentará, en cierto momento crítico encuentra el punto de inflexión para salir vivo, y a la postre ganar, el combate. Ese es el punto en el que los brotes psicóticos, y el de esta historia en particular, no perdonan, ni muestran puntos débiles, ni reconocen nada del valor de tus últimas peleas. De un solo puñetazo, un directo total, lo borran todo, hasta tu propio cerebro, haciéndolo estallar mandándote por KO al suelo, qué digo, al subsuelo del lado más terrible de la salud mental.
Este Max Baer que he construido en este símil es así. Igual de despiadado que en el film, pero con la invencibilidad que otorga la condición de grave episodio mental.
Así pues, ¿Recomendaría no pelear nunca contra él? ¿Tirar los guantes antes del combate en caso de que se presente? No sabría responder a esa pregunta, pues la antesala del combate es el encuentro con la manía, y ahí la voluntad arde con tal intensidad que el mero hecho de querer frenarla quema y calcina a quien lo intente.
Lo que sí recomendaría es coger toda esta historia y transformarla.
Hacer de los combates una lucha por la estabilidad.
Quizá la el premio por el título mundial de nuestra libertad se difumine para siempre, pero mientras en nuestro corazón palpite el convencimiento de que hay que luchar, se presentarán combates. Que cada gancho sea un día sin beber. Que cada directo represente un recordatorio de nuestro convencimiento por mantenernos con los pies en el suelo. Quizá así podamos un día alcanzar la felicidad final de los Braddock. Y, de no ser así, cuanto menos dejaremos de sentir como la imponente figura de Baer, embajador de la psicosis en este texto, nos mira sonriente, provocadora, en la otra esquina del ring, envuelto por las miles de voces de la enfermedad mental abucheando y aclamando, en un griterío ensordecedor que en el film puede emocionar, pero que en este escenario maníaco depresivo llega a helar la sangre.


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miércoles, 6 de diciembre de 2017

Un gladiador lejos de Roma





UN GLADIADOR LEJOS DE ROMA




“Roma es la plebe. Les ofrecerá magia y la plebe se distraerá, les quitará su libertad y seguirán rugiendo.”

Llegados a estas alturas, siendo esta ya la octava entrega de ‘El símil’, puede parecer que de mis palabras se desprenda cierta indefensión ante todo lo relacionado con la enfermedad mental. Sin embargo, la realidad es bien diferente.
Antes del fatídico diagnóstico, yo ya tenía poco menos que media vida a mis espaldas. Marcada por el trastorno bipolar, cierto, pero siendo ni más ni menos que el mismo lienzo en blanco con el que algunos de nosotros tenemos la suerte de partir.
En esta comparativa, el irresponsable e inmaduro, a la par que despiadado y cruel, hijo del emperador Marco Aurelio, representará a parte de a Cómodo, a las fuerzas que me impulsaron a abandonar los ideales que originalmente se formaron en mi cabeza.
En el film Gladiator, Marco Aurelio me recuerda a los valores con los que fui criado, mientras que Máximo sería un ideal en el horizonte en cuanto a entereza, o como sirve de lema para el personaje de Russel Crowe, ‘Fuerza y honor’. La dirección de esta brújula recogida en la más temprana infancia se grabó a fuego en mí, pero lo cierto es que o bien esa marca no estuvo lo suficientemente al rojo vivo, o bien la gélida tormenta de la oscuridad bipolar ya soplaba sus vientos impidiendo, de algún modo, que mis pasos fuesen a resultar firmes.
¿Cuándo Cómodo adquirió consciencia, poder y voz de mando en mi interior? En el mismo momento en que, a medida que el alcohol comenzaba a bajar por mi garganta, di por válido el escabullirme de la construcción de lo que habrían de ser los pilares de mi vida.
¿Puede uno construirse a sí mismo como desea sin perder el ímpetu por el camino? Esta pregunta me conduce al terreno de la identidad. La respuesta es sí, lamentablemente no porque la haya sentido a través de mis años de vida, sino porque la he visto y la veo constantemente en personas que me rodean, a las que Cómodo envidia y Máximo admira. Sin embargo, tras años de lucha entre las dos identidades que se enfrentan y he enfrentado tanto en el film como en este texto, me encuentro en un punto donde los instintos de Cómodo han sido saciados de tal manera que creo que quien teclea es sin duda esa parte. Una parte que, como reza la cita inicial, distrae con divertimentos de los verdaderos objetivos y de la auténtica realidad.



“Sí, puedes ayudarme. Olvida que me conociste y nunca más regreses aquí.”

¿O, como se me dice en ciertas ocasiones, Máximo sigue preso y malherido, pero con vida? ¿Podría ser que lograse respirar aire puro cada vez que la escritura fluye de mí?
En cualquier caso, la amarga cita anterior me recuerda lo que un día me dije a mí mismo, cuando la gran guerra entre Cómodo y Máximo terminó, como si una bomba nuclear hubiese arrasado con el hogar del General. En el film, las traumáticas muertes de su familia bien podrían expresar mejor los sentimientos que atraviesan el corazón de uno cuando se ve sumido en un primer ingreso psiquiátrico, cuyo filo se retuerce mortalmente con la aparición de un diagnóstico crónico. Fue en ese momento cuando me hablé, cuando derrotado y avergonzado, sintiéndome muy lejos de mis ideales y objetivos, entregué el mando de mi consciencia a los instintos vengativos e iracundos de Cómodo. Un niño mayor con un miedo a la oscuridad generado a partir del miedo a sí mismo.  
A partir de ahí un cúmulo de despropósitos va derrumbando Roma. Mi Roma, de la que hablaré más adelante. Pero no es el fin para Máximo, que, si en el film pasa a convertirse en gladiador, en este símil heredará esa condición para representar esa luz, tenue pero constante, que al parecer no me abandona nunca, ni en los momentos más oscuros, donde por el contrario parece querer brillar con más fuerza.
Es desde esa fuente generadora de luz que las espadas regresan a mis manos. Solo que mis rivales ya no son asignaturas o traidores a la familia, que nunca tuvieron que ser tratados de ese modo salvo por la enfermiza mente de Cómodo, sino una vida marcada por la decadencia donde evitar las adicciones y las crisis se antojan como principales y mayores logros. Desde entonces las batallas se suceden, las heridas se van sumando, y unos compañeros caen mientras otros llegan y se mantienen a tu lado.



“¿Qué voy a tener que hacer contigo? No hay manera de que mueras. ¿Tan distintos somos tú y yo? Sólo matas cuando debes, igual que yo.”

Mis últimas líneas bien podrían aplicarse a la vida de todo el mundo, pero es el momento de incluir en este símil el trastorno maníaco depresivo. Las subidas y bajadas abruptas del estado de ánimo vendrían a ser las tretas de los mercaderes de Gladiadores, o del mismo Cómodo, por lograr la muerte amañada de nuestra parte resistente a desfallecer. Si en el film las bestias parecen atacar tan solo a Máximo, en mi vida el gozo que sienten mis instintos más odiosos supone sucios ataques para lo que trato de reconstruir o conquistar. Es decir, cada vez que bebo, cada vez que me vengo arriba esgrimiendo la estabilidad por bandera, siembro de trampas tanto el Coliseo como las plazas menores. Pues el agravante que eso supone para los vaivenes bipolares es más que digno de mención.
En ocasiones Cómodo alcanza la gloria máxima. Cuando mi cabeza vuela por los aires y la locura psicótica llega con sus mejores galas de conocimiento existencial a niveles universales. Cuando se quiebran las piernas del gladiador, que derrotado escucha el ferviente furor del público decidiendo su vida o su muerte. En esos momentos siento como si la mirada de Joaquim Phoenix ardiese con la intensidad de un millón de antorchas. Justo antes del apagón, que detendrá mi vida durante meses, hasta el siguiente ciclo.
Porque se trata sin duda de algo cíclico, siendo mi alta de los psiquiátricos en esta comparativa el pulgar hacia arriba que fuerzan aquellos que, sufriendo o disfrutando, me ven combatir. Y de nuevo las batallas, de nuevo un Emperador, que no tenía que ser tal, decidiendo que el entretenimiento y la distracción del beber son el camino a seguir. Y Máximo revolviéndose, ganando combates que no son más que espejismos en el desierto que aún, y siempre, habrá de recorrer.
¿Cuándo acabará todo esto?



“He visto parte del resto del mundo, es brutal, cruel y oscuro, Roma es la luz.”

La verdadera luz para Máximo es el hogar que pierde dramáticamente y, tras derrotar al villano que perpetúa la tragedia, parece reencontrar en el film tras el velo de la muerte. Yo me resisto a creer que la luz de mi Roma, de la que prometí hablar anteriormente, ya no esté a mi alcance por lo que me resta de vida.
Esa visión me la tengo que guardar para mí, pues se ha convertido en un tesoro tan valioso que temo ensuciarlo con palabras mal escogidas. Pero puedo decir que incluye el tacto de un abrazo al despertar de una noche sin pesadillas. Quizá con el calor de un día soleado entrando por una ventana. El fin de un dolor de cabeza inexistente pero que amartilla el cerebro con una insistente persistencia. Poder abrir los ojos, después de sonreír en una mueca incrédula, y derramar quizá una sola lágrima, que extirpe todo el dolor, exorcizando el mal de una enfermedad que parió a un hijo llamado Cómodo en un mal momento de inspiración. Un instante tan solo en el que sentirme yo mismo, libre de cadenas, libre de adicciones, con las personas a mi lado que siempre me hayan querido sin dudar.
Eso requiere de una batalla final. Ésta acontece en la película con un combate entre Cómodo y Máximo que en la comparativa anularía las identidades que enfrento. De modo que voy a dejar de divagar en torno a este film, pues parece que escucho pasos de tropas formar. Pero eso es otra historia, otra entrega de ‘El Símil’ que está por llegar.
Si todo esto me ayuda, y ayuda, a hacerse preguntas en torno a quién se quiere ser, y dónde está la verdadera luz de nuestra Roma particular… Entonces quizá signifique que Máximo aún sigue con vida, en algún lugar de mi interior. Sin buscar venganza sin embargo, tan sólo su hogar derruido de vidas segadas. Pues cada vez que escribo parezco asir un puñal contra el cuello de mi adicción, y cada vez que coloco el punto final al texto siento como el filo atraviesa a Cómodo, que incrédulo exhala un penúltimo aliento.






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lunes, 4 de diciembre de 2017

Una canción de Hielo en el Muro





UNA CANCIÓN DE HIELO EN EL MURO





"La noche se avecina, ahora empieza mi guardia. No terminará hasta el día de mi muerte. No tomaré esposa, no poseeré tierras, no engendraré hijos. No llevaré corona, no alcanzaré la gloria. Viviré y moriré en mi puesto. Soy la espada en la oscuridad. Soy el vigilante del Muro. Soy el fuego que arde contra el frío, la luz que trae el amanecer, el cuerno que despierta a los durmientes, el escudo que defiende los reinos de los hombres. Entrego mi vida y mi honor a la Guardia de la Noche, durante esta noche y todas las que estén por venir."



Pierdo la vista en el negro horizonte
se difumina a lo lejos, en la misma nevada de siempre.
Mi esperanza marchita alza enérgica un último pétalo
Esgrimiendo deseos fútiles
Mientras el gélido viento me lo arranca de las manos.

¿Cuántas veces ha muerto esa flor?
Tantas como inviernos he sobrevivido.
Depresiones tan profundas como la noche que me abraza
Con un último portal a las tierras que me esperan.
Un acceso de horripilante construcción,
A un infierno de llamas apagadas y cenizas ni humeantes.
La muerte en vida, la melancolía victoriosa,
Sonriente si sus labios secos y rajados supiesen lo que es.

He soñado toda mi vida con este momento,
Con la sensación de que el final baja el telón
Y entre bastidores me encuentro con el escenario eterno
En la que actúa la tortura de la eutimia.
Me lanzan flechas, que me aburre me dicen…
… Que me aburre el dolor.
Porque no es la estabilidad a lo que temo,
No es el aburrimiento lo que me quema,
Ni la rutina de una vida con días y noches, con sol, lluvia y luna.
Son las llamaradas de un sol que no calienta,
Sino que hace arder todas las buenas intenciones,
Convirtiéndolas en una fina lluvia ácida,
Que va minando tu fe y tu valor,
Dejándote inerte, suspendido en la nada de las emociones,
Listo para orbitar alrededor de personas que, sanas,
Verán brillo en todo ese dolor.

Estoy sobre el Muro, siento su hielo colándose por mis ropajes,
La soledad me abraza
La canción de su susurro aprendida de memoria
La promesa que vendrá con el tiempo
Del invierno que se acerca.
Ecos de tabernas del pasado se hunden en mi memoria
El rescate de un alcohol prohibido
Que nunca fue sino un dulce verdugo de amarga guadaña.
Ya casi lo has segado todo, le digo a esa imagen mental con forma de botella,
Y escucho mi propia risa, una carcajada ahogada.

Por vez primera miro abajo,
Más que a las tierras salvajes,
A la gran caída que apagaría la chispa en un océano.
Pero un juramento me une a este lugar.
El vapor que exhalo me saca de mi rumiación.
El temblor de mi cuerpo me hace sentir la realidad.
La negra noche hace que nieve pérdida sobre mí.
Y yo me agarro los brazos, desamparado,
Como si ya solo eso me quedase en el mundo.




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viernes, 1 de diciembre de 2017

Let the bipolar one in (Déjame entrar)





LET THE BIPOLAR ONE IN
(DÉJAME ENTRAR)







Tengo 12 años, pero he tenido 12 por mucho tiempo.


El frío es uno de los elementos característicos que siento al rememorar el film ‘Déjame entrar’. Pese a que me encuentro ahora mismo al lado de una hoguera, tan representativa en otros de mis textos de lo vital y lo enérgico, lo cierto es que me basta un vistazo por el ventanal para ser consciente de lo que acontece en el pequeño pueblo donde vivo. Frío, un intenso frio que habrá de tornarse gélido en las próximas horas y durante los próximos días.
Para Oskar, el joven protagonista humano de la película, la vida, ni es fácil, ni tiene pronóstico de serlo. Albergador de una ira que se manifiesta siempre en solitario, cuando cree que nadie le ve, se imagina venciendo a su propia inseguridad ante los árboles de su jardín, a los que personifica como a sus enemigos de escuela. Pero así es, el simplemente cree estar solo, cuando en realidad dista de estarlo.
En esta comparativa sería sencillo asociar a Oskar con la infancia de un bipolar. Pero quiero ir algo más allá, y voy a establecer una relación entre ese niño inseguro, pero a punto de estallar, y la personalidad desnuda de un bipolar adulto que de repente se priva de un tóxico que le ha servido de muleta largo tiempo. Conocedor personal como soy de esa tesitura, puedo ya afirmar que, al menos en mi caso, la extrema inseguridad de la infancia puede regresar con voracidad si se suprime el fuego de, por ejemplo, el alcohol.
Conocernos a nosotros mismos, no perder el norte de nuestros verdaderos objetivos en vida, saber hacernos llegar las preguntas adecuadas… Puede parecer tarea sencilla, pero en absoluto lo es. Puesto que… ¿Quién es en realidad, y con toda profundidad, uno mismo?
El terreno de lo vampírico juega una baza que, para comenzar, sitúa a esos seres con una ventaja sustancial en esta suerte de búsqueda, en esta especie de carrera. El tiempo. La otra protagonista de ‘Déjame entrar’, que brilla en su actuación junto a Oskar, es Eli, una niña que, como reza la cita que abre esta entrega de ‘El símil’, ha tenido doce años por mucho tiempo.




Oskar... ¿Te gusto? ¿Y si no fuera niña te gustaría?


Eli será en esta comparativa nuestro auténtico yo. Algo así como nuestra verdadera identidad, inmune a las adicciones y a las enfermedades mentales. Esa voz que en ocasiones nos habla nítida y otras nos susurra mediante un eco esquivo.
La pregunta aparece rauda. De vernos de repente ante nosotros mismos, tal y como en realidad somos, ¿Nos gustaríamos pese a no ser el reflejo de lo que nos muestran los espejos? Eso es lo que le ocurre a Oskar, que en uno de sus rutinarios ataques de ira a los árboles del parque de su edificio, es sorprendido por una Eli de la que ya difícilmente querrá separarse.
Es como si, de repente, toda la soledad acumulada que hubiese sentido el joven se disipase, permitiendo la entrada de una ola de calor desde un ser no precisamente cálido. Esta paradoja se puede extender al encuentro que, quienes buscan, acaban teniendo consigo mismos. Es lo único que puede permitir no solo estar a gusto con quien se es y con cómo se actúa, sino lo más importante, no temer a la soledad. Y es que, ¿Cómo uno no va a temer a la soledad si tiene miedo incluso de sí mismo, siendo pues la propia identidad una sombra en permanente persecución?
En la película Oskar no tiene miedo de su compañera, pues ésta procura no actuar más que como voz consejera, mientras por su cuenta trata de sobrevivir. Sin embargo, un desconcierto mezclado con pánico se dibuja en los ojos del joven cuando la chica revela su verdadera naturaleza.




Vamos a mezclarnos. No duele. Nada más te picas el dedo.


El momento de encararnos a nuestro propio yo y mirarlo a los ojos puede ser tan terrorífico que justificase, en cierto modo, el haber huido inconscientemente de él toda una vida. Hay que ser valiente, muy valiente, para conocerse y aceptarse sabiendo que, en el mejor de los casos, supondrá una ardua tarea de toda una vida.
Puesto que si, como se puede leer en la última cita, pretendemos mezclar lo que sea que hayamos construido de nosotros mismos en base a mentiras y miedos con la esencia de nuestro verdadero ser, estaremos aceptando mucho más que lo que considerábamos una “realidad segura” y una “rutina protectora”. Abriendo las puertas de par en par a los misterios que se esconden en lo onírico, a dudas existenciales tan jóvenes como éramos al nacer y tan viejas como el propio universo, y desencadenando seguramente un proceso evolutivo y de maduración sin vuelta atrás.
No obstante, hay que mantenerse con los pies en el suelo, siendo conscientes de que, en esta comparativa, existen ese trastorno y esa adicción que vendrían a ser la sed de sangre de la niña vampira. Aquello que maldice su existencia. Aquello que la hace, poco a poco, lograr acercarse a Oskar, esa parte insegura de nosotros mismos que brilla tenuemente, pero lo suficiente como para representar la promesa de un nuevo comienzo.
Pero primero deberán conocerse. Primero deberemos hablar con nosotros mismos, para encontrarnos y finalmente contemplarnos. Todo el tiempo que empleemos puede resultar tan frío y oscuro como puede llegar a serlo la película que nos ocupa. Con acercamientos tan tiernos como las caricias que brinda Eli a Oskar en su cama o tan dantescos como la visión de la verdadera edad (o profundidad) que esconde la vampira cuando sufre víctima de su sed.
Quizá algún día, como ocurre en el film, partamos plenos, junto a nosotros mismos, hacia un destino a veces tan borroso e intangible que roza la desazón. Nuestra propia felicidad.






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domingo, 26 de noviembre de 2017

Entrevista con la melancolía





ENTREVISTA CON LA MELANCOLÍA





“Que patético resulta describir cosas que no pueden describirse”


El trastorno bipolar, la enfermedad mental en general, entremezclada con el mundo vampírico, en mi opinión da para mucho. En esta entrega del símil voy a centrarme en cuatro de los principales protagonistas del film ‘Entrevista con el vampiro’. Mediante la personificación en ellos de diferentes aspectos relacionados con mi trastorno, espero introducir una nueva perspectiva dentro de esta serie de artículos en los que ando enfrascado.
El primer personaje es también lo que considero la raíz de toda problemática bipolar, Louis, el torturado y eternamente nostálgico vampiro, o lo que es lo mismo, la melancolía.
Puede parecer que un bipolar en fases depresivas no sufra más que un episodio de descompensación en sus neurotransmisores. Sin embargo, siempre habrá una gran pérdida, o un gran vacío provocado por la ausencia, atrás en su pasado. En mi caso esa carencia se adentra plenamente en el territorio afectivo, donde por algún motivo que se me escapa me encuentro gravemente “enfermo de las emociones”.
Esas carencias afectivas que arrastro no tienen nada que ver con una infancia traumática. O sí. Los hilos que tejen el camino de alguien hipersensible siempre incluyen una amplia gama de colores en los que, si se incluye el conocimiento de la muerte, o directamente se heredan ciertas sensaciones dolorosas, el resultado a dar puede no ser otro que una pieza tan melancólica como el propio Louis.
No obstante, a los que nacemos con trastorno bipolar activo o latente, siempre nos espera un encuentro de lo más inolvidable que habrá de marcar el curso de nuestras vidas.


  
“Haz lo que te ordena tu naturaleza, esto es tan solo una muestra, haz lo que te pide tu naturaleza”


Lestat.
Un vampiro, y un trastorno, del que no sabíamos nada. Es la energía, es la llamarada que incrementa la intensidad de la luz, es el optimismo radiante de quien no solo disfruta de las mieles de la vida, sino que las roba y las devora.
Un día cualquiera a un bipolar se le dispara su primera fase hipomaníaca. De hecho, antes del diagnóstico final, pueden acontecer múltiples fases y que la enfermedad siga desapercibida. Lestat representa en mi vida todo lo relacionado con los picos altos del trastorno.
Incluso cuando tras una escalada enfermiza a la conquista de cualesquiera que sean las indicaciones de una mente ya desequilibrada, las cosas se tuercen y acaba uno calcinado en el dolor, no solo de su propio fracaso, sino por la tortura de saberse marchito y apagado, incluso entonces la manía brilla agazapada en el interior de nuestra mirada.
Incluso cuando se suceden los ingresos psiquiátricos y molen a palos la posible testarudez del paciente, éste es posible que siga efectuando virajes, transformándose de nuevo, renaciendo de sus cenizas, para brillar como la rubia melena del vampiro interpretado por Tom Cruise.
En esta comparativa ya hemos perfilado a dos personajes, que a su vez han servido para que intente plasmar la esencia de lo que significan para mí tanto la euforia como la melancolía que acompañan siempre al enfermo maníaco depresivo. Vamos a mezclarlos. ¿Qué se supone que hace Lestat cuando entra en contacto con Louis? Busca la unión perfecta, cosa que, sin embargo, no puede acontecer debido a esas carencias afectivas que anteriormente han salido a la palestra. De modo que a Lestat no le queda otra que ir en busca de algo, alguien, que pueda llenar ese vacío. Y lo hace según su propio estilo, brillando y tarareando su más exquisita melodía, que parece actuar de imán para muchas personas.
La manía dispuesta a tender una mano a su melancolía para que el conjunto sea perfecto.
No obstante, ¿Existe la perfección en el terreno afectivo?



“Sus labios eran rojos, su aspecto libre, sus rizos eran tan amarillos como el oro, su piel era tan blanca como la lepra, ella era la pesadilla, la muerte en vida, que espesa la sangre del hombre con el frio”


En la adolescencia una mezcla de ingredientes logra que cierta suerte de romanticismo se suela imponer a las crueldades de una realidad que más que conocer, intuimos. Eso puede lanzarnos al equívoco de vernos sumidos en una búsqueda incesante del amor perfecto, de la pasión que no se apaga, del paraíso en vida para una hipersensibilidad con carencias afectivas y enferma en sus mismas emociones. Y, a veces, puede parecernos que lo hemos logrado, que hemos encontrado a esa persona.
En el film que nos ocupa, la jovencísima Claudia representa todo eso, y más, para Louis. En lo que respecta al análisis de esta entrega de ‘El símil’, es como si la parte melancólica bipolar diese con aquello que llena por completo su pozo de las miserias, su vacío interior. Como si se lanzase de repente una promesa de que lo depresivo del trastorno no tiene por qué regresar nunca más.
Pero el barco lo seguirían capitaneando las fases cíclicas de manía. O lo que es lo mismo, que en esta familia Lestat es el que manda. Este aspecto es algo que, en el film, acaba por costarle caro al vampiro, que ve como “el amor utópico” se lo arrebata todo en un, justificado o desagradecido, brutal intento de asesinato.
Eso es precisamente lo que representa Claudia para mí, los buenos y los horribles momentos en el terreno sentimental, desde el que siempre, cuando me encuentro en un pico alto, doy con una Claudia para Louis, hasta que se apaga el brillo inicial, y la voz de un cuarto, desapercibido pero importantísimo personaje, obtiene turno en este texto.



"Todas las cosas que te hicieran feliz, me harían feliz a mí; y yo sería el protector de tu dolor"


Armand representa la estabilidad.
Como en el film, donde este vampiro se encuentra atrincherado en su “Teatro de los vampiros”, que relaciono en gran medida con la estructura de grupos de ayuda que existe en las entrañas del mundo de la salud mental.
Y como toda estabilidad que se precie, acaba por despertar a uno del sueño en el que se encuentre sumido.
Claudia habrá de morir condenada por las huestes de Armand, en una escena tan dolorosa y emotiva que no me cuesta echar la vista atrás y cerrarla, para vislumbrar la enfermiza intensidad de la mayoría de rupturas sentimentales que quedaron atrás en mi pasado.
¿Eso es lo que hace la estabilidad? ¿Arrebatarnos nuestros mejores sueños, nuestras alas y nuestra ilusión por volar a los bipolares?
En un principio Louis queda prendado de Armand, desea con todas sus fuerzas permanecer junto a él. La estabilidad, tal y como vemos en la última cita, también desea que la melancolía permanezca a su lado. Así pues, todo apunta finalmente en una dirección final: El rechazo a Lestat, a la calidez que emanan las calderas en ebullición de la mente bipolar cuando despierta.
Armand, la estabilidad, parece sentirse condenada tras una larga y rutinaria época, languideciendo en un aburrimiento existencial. Así que no resulta descabellado que quede prendada por la melancolía de Louis, que cuanto menos arrojará cierto desequilibrio a una mezcla que resulta tan tediosa como soporífera a quienes hemos vivido en estados alterados por demasiado tiempo.
Independientemente de lo que decidan hacer ese par de vampiros en lo que refiere a esta comparativa, me despediré narrando algo sobre una risa. Una risa que ha sonado desde el mismo momento en que has comenzado a leer este artículo, y que ha ido creciendo, aguda y en su mundo de maravillas, hasta llegar a este instante. Es Lestat. Siempre es Lestat el que vuelve.

“¡No puedes matarme, Louis!”
(Lestat, entre risas cómplices)


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viernes, 24 de noviembre de 2017

Hook: El Capitán maníaco depresivo





HOOK: EL CAPITÁN MANÍACO DEPRESIVO




¿Eres tú mi grande y digno oponente? No puede ser... Este bacalao, endeble, enclenque, blandengue e inerte que tengo ante mí. Tú no eres ni la sombra de Peter Pan.


Durante años he vivido con mi propio País de Nunca Jamás en la cabeza. Refiriéndome a las redes sociales como ese paraje, volqué en ellas una suerte de escalada imaginativa que alcanzó su cúspide con la inauguración de mi blog de relatos, llamado como no, Relatos del País de Nunca Jamás.
Aunque el lore de ese lugar fantástico es generoso, voy a acotar un poco su visión para tratar de efectuar esta entrega de ‘El símil’. De hecho, voy a centrarme muchísimo en un personaje que siempre me ha fascinado, por el que siento predilección y, sin embargo, no me deja otra opción que la de asignarle el trastorno bipolar en esta comparativa. Se trata del Capitán James Garfio.
La cita con la que abro este texto representa cómo enfoca mi identidad primera la visión de Garfio. No fui un niño perdido, en absoluto, pero sí que era un chaval un tanto peculiar. Mis extremas dificultades en ámbitos sociales saltaban a la vista en cuanto mis pies pisaban el exterior de mi casa, donde una simple habitación servía de telescopio con el que mirar tan de cerca mi País de Nunca Jamás, que el jugar con mis muñecos y dibujar durante horas se repetía día sí día también. Eso evidenció con el tiempo la existencia de cierta luz en mi interior, y durante años así me moví por la vida.
Cuando una invisible necesidad de ansiolíticos despertó en mi la sed tras descubrir mis primeras cervezas, no solo experimenté la clásica transformación del ebrio, sino que poco menos vi mi identidad, tal y como la conocía, suplantada. Como si de un barco de tripulación pacífica me tratase, fui atacado, invadido, conquistado y finalmente moldeado para pertenecer a la flota de una nueva identidad que habría de crecer, lamentablemente, mucho en adelante.



- Acabo de tener un apóstrofe.
+ Querrás decir una epifanía.
- Un rayo acaba de herir mi cerebro.
+ Cómo debe doler eso.


El momento del diagnóstico en el ámbito bipolar resulta especialmente duro, como un ‘shock’ del cual no despiertas hasta pasado un buen tiempo, hasta el punto de que miden estadísticamente la etapa de aceptación de la propia enfermedad en nada menos que diez años.
Hay personas de todo tipo, sin embrago creo que en el caso de este trastorno, siempre hay un momento que sirve de pistoletazo de salida a la desagradable carrera hasta la aceptación final. En mi caso, el ver mi identidad modificada de aquel modo fue como cuando Jack, hijo de Peter Banning en el film Hook, va a recibir su primer pendiente. Solo que yo sí sentí como el garfio del Capitán me atravesaba, en este caso el corazón.
A partir de ese punto Hook toma control de mi vida. Echando la vista a la anterior cita, el rayo que el pirata afirma le ha atravesado el cerebro, bien podríamos extenderlo a la Terapia Electro Convulsiva. Personalmente no la he experimentado, pero si he comprobado horrorizado los efectos a corto plazo de lo que ese bonito nombre, de arcaica y brutal naturaleza, perpetra en los pacientes. Explico esto porque así es la vida del Capitán Garfio maníaco depresivo, que acoto en los años que transcurren desde un diagnóstico de bipolar hasta la aceptación de la enfermedad y, quizá, incluso de uno mismo. Durante esos años, la conocida labor de los piratas del País de Nunca Jamás. Juergas, pillaje, violencia… En forma de borracheras ansiolíticas, robo de la felicidad ajena y ataques verbales de exacta precisión. Y lo más importante, el enfermizo objetivo de acabar con Peter Pan.



- Dilo, Peter, de corazón.
+ Creo en las hadas.
- ¿Conoces el lugar que está entre el sueño y la vigilia? ¿ese lugar dónde aún recuerdas los sueños? Allí es donde siempre te querré... Peter Pan. Allí te esperaré.


¿Quién es Peter Pan en esta comparativa? ¿Quién Peter Banning, su versión adulta?
Ese niño que creía no solo en las hadas, sino en todo un País de Nunca Jamás particular. Esa persona que debería haber madurado a su ritmo, pero que sin embargo siempre estuvo sumida en una guerra mental. Esa guerra con los piratas de su propia mente, capitaneada por el trastorno de Hook.
Campanilla se ubica en un punto onírico tan mágico como ella misma. El latido de su corazón, sintiendo un amor incondicional por el que quiere ser niño siempre, sea quizá una buena brújula para mí a la hora de dar con esa identidad que se perdió.
Sin embargo, los mares de mis sueños son furiosos océanos cuyas olas son feroces pesadillas. Los mares de los que disfruta el capitán Garfio, surcándolos entre ebrio e iracundo, entre conquistador y profundamente idealista. Y esta imagen, este concepto que tengo de Hook, me hace detenerme en este mismo instante para lanzar una última reflexión.



¿Qué sería de este mundo sin el Capitán Garfio?


Encontrarme a mí mismo. ¿Se trata de dar con la luz de la especie de Peter Pan original? ¿De aniquilar o simplemente huir de esa identidad diferenciada que asocio a Hook?
En verdad todo son piezas de un mismo puzle. No creo que resulte beneficioso para nadie el ejercicio de partir su identidad en partes diferenciadas. Así pues, en esta última reflexión lanzaré una pregunta: ¿Son los bipolares un Capitán Garfio que de niño fue Peter Pan?
En este nuevo escenario, la pelea se hace más factible y real. Que Garfio desee aniquilar a su yo infantil es su única opción para poder vivir la vida del modo que le plazca. Por otro lado, el niño que quedó encapsulado en mi interior cuando primero el alcohol, luego el diagnóstico, lo sellaron en ese lugar, sigue brillando. Tal y como lo hacía en su habitación, con sus muñecos y sus dibujos.  
¿Qué hay pues de los momentos en los que los bipolares nos encerramos en nuestro camarote, para crear de algún modo? ¿No está nuestra condición de Garfio en ese instante haciendo uso del brillo del que se sabe poseedor?
En el film, como he comentado antes, Peter Banning representa el crecimiento sano de Peter Pan. En mi vida, en este artículo, curiosamente, la versión adulta de Pan no otra que Hook. No es la antítesis que se da la mano a si misma, no es el ying y el yang, se trata simplemente de un proceso de maduración en el que el niño no era capaz por sí mismo de aceptar algo tan duro como una enfermedad mental.
Llegados a este punto, y a modo de despedida, moldearé la última cita.
¿Qué hubiese sido del niño sin la aparición de Garfio, y qué de éste sin el brillo de Pan?


Todas las imágenes están sacadas de Google


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jueves, 23 de noviembre de 2017

El trastorno de la joven del agua




EL TRASTORNO DE LA JOVEN DEL AGUA






“Hubo un tiempo en el que el hombre y las criaturas del agua estaban unidos. Ellas nos inspiraban, nos hablaban del futuro. El hombre escuchaba y todo se hacía realidad, pero el hombre no sabe escuchar muy bien. La necesidad del hombre de apropiarse de todo lo llevó a alejarse tierra adentro. El mundo mágico de los que viven en los mares y el mundo de los hombres se separaron. Con el paso de los siglos ese mundo mágico y todos sus habitantes se dieron por vencidos. El mundo del hombre se volvió más violento, se sucedieron las guerras al no haber guías a quien escuchar. Ahora, las criaturas del agua vuelven a intentarlo, intentan llegar a nosotros. A unas pocas de las más jóvenes las han enviado al mundo del hombre, las han llevado a altas horas de la noche donde habita el hombre. Un fugaz cruce de miradas... y el despertar del hombre se hará realidad. Pero sus enemigos deambulan por la tierra. Si bien hay leyes para proteger a las más jóvenes las envían conscientes de que sus vidas corren un gran peligro. Muchas... no regresan. A pesar de todo lo intentan, intentan ayudar al hombre... pero el hombre ha olvidado como escuchar”


El trastorno bipolar padecido de nacimiento.
¿Arroja alguna bendición al individuo o condiciona su crecimiento maldiciendo el proceso?
Cuando la voz del narrador pronuncia la cita anterior al comienzo del film ‘La joven del agua’, debo reconocer que siento un estremecimiento en mi interior. Esa sensación casi global de pérdida que los seres humanos experimentan al nacer, y queda encapsulada en algún lugar del subconsciente, me lleva a pensar que resulta algo así como partir de un esplendoroso universo de magia para aterrizar de mala manera en una realidad carente de ella. Con fortuna se contará con unos padres como los míos, capaces de generar una plausible emulación de ese hipotético mundo mágico que todos dejamos atrás. Durante esos años, si la buena fortuna está de nuestro lado, sentiremos el eco de esa magia lejana, en forma de imaginaciones y pensamientos, sueños y maravillas por descubrir. El estremecimiento que he comentado, envuelto y presentado en forma de feliz y segura infancia, llena de un amor incondicional por parte de nuestra familia.
Sin embargo, ahí parece estar algo así como el ying y el yang, las sombras arrojadas a las llamas de la luz, y o bien no se goza de esa suerte, o bien cae en la mezcla un ingrediente, como por ejemplo, la problemática de la salud mental.




“Tus pensamientos son muy tristes. Estás así desde una noche. Una noche en que un hombre entró en tu casa y tú no estabas.”


Dicen de este trastorno que es el trastorno de la melancolía.
Yo, en lo que identifico de mí en la infancia, no era precisamente de carácter mustio y marchito. El tornado casi histérico de actividad que suele acontecer a esas edades adquiría por momentos, y según que seres queridos, cotas que lo elevaban a la categoría de huracán. Esos picos altos, afortunadamente hoy en día, comienzan a levantar alarmas que conducen a diagnósticos muy prematuros que, con las debidas terapias, palían crecimientos torcidos cual tronco de árbol. Pero no fue ese mi caso, y las sombras llamaron a la puerta de mi mente bien pronto, en forma de pesadillas en las que haré hincapié más adelante, centrándome ahora en el primer sueño lúcido que recuerdo haber tenido. Una gran sombra, abrazándome tras un periplo por la negra y neblinosa noche de un bosque, susurrando palabras que quedaron grabadas a fuego. Siempre permanecería conmigo.
A partir de ahí, una serie de fallecimientos de gran relevancia para mí y mi mundo de maravillas hicieron que en el pozo interior que todos poseemos, se cavase tan y tan hondo, que se abrió una compuerta a un territorio, supongo, bien conocido por los maníaco depresivos. El yermo paraje calcinado de un dolor que supera las experiencias vividas, como si de algún modo siempre hubiese existido, aguardando visitantes.
Eso instauró los dos polos en mí por vez primera, entre los que estuve oscilando sin demasiado raciocinio durante años, meramente limitándome a improvisar en busca de una estabilidad que ni siquiera sabía haber perdido desde buen inicio.
Las musas, no obstante, cantaron su dulce melodía lanzándome al dibujo.
La narf Story, que protagoniza ‘La joven del agua’, no será en este texto una de esas musas, sino la parte creativa, integrante del yo sano que alberga todo bipolar. Así pues, primero con el dibujo y finalmente con la escritura, forjé la identidad que habría de blandirse con el mundo que nos rodea en busca de su lugar y, quizá, las maravillas y el eco mágico de lo dejado atrás, donde la felicidad no resulta una quimera. Durante años, siendo Story, viví y aprendí. Más bien pronto que tarde, sin embargo, las sombras no llamaron a mi puerta, sino que se colaron desapercibidas por las rendijas del hogar de mi mente a cada trago de mis primeras dosis de alcohol.
Cuando Story se dio cuenta, ya no estaba sola.
Cuando mi mente habló consigo misma, otra voz le respondió.
Un Monstruo había nacido.



“Tenerles miedo es lo que ha mantenido la justicia en el mundo azul por siglos.”


Voy a usar al Scrunt, la bestia malvada de ‘La joven del agua’ y cuya misión es acabar con la vida de la ninfa Story, para intentar finalizar esta comparativa con un cierre que resuma el dilema que este aspecto del trastorno me supone aún hoy.
La historia con el alcohol, en su punto medio, dinamitó mi mente y me lanzo a un diagnóstico y crisis periódicas que cumplen década de modo reciente. A mayor consumo (pues en un principio la sedación recuerda a un potente estabilizador), mayor número de actos perpetrados desde esas sombras que finalmente acabaron por estrangularme. El Scrunt, el Monstruo que nació o despertó en mí, no va a ser en este análisis el lado oscuro del ser humano, sino la enfermedad cuando episódicamente asalta tu boca y habla, y dispara, por ella.
¿Que por qué me resulta un tema escabroso? Pues porque establecer una frontera entre el lado oscuro que me acompaña desde mi sueño con la Sombra encapuchada, y el dantesco escenario que se dibuja cuando el trastorno adquiere el control, es harto complicado.
Unas veces soy Story creando y sonriendo a las maravillas invisibles, huyendo de la bestia que acecha a cada esquina de mi mente… Otras soy el Scrunt, con los ojos inyectados en el color del alcohol o desquiciados por la manía psicótica, mordiendo y desgarrándome, destruyendo todo cuanto poseo, todo cuanto soy… Con tal de llevarme a Story por delante.
‘La joven de agua’ es un cuento precioso. Lo que representa este texto, ‘El trastorno de la joven del agua’, empezó muy bien y ahora se encuentra en un punto crítico de máxima tensión. Pero la vida no es una película.
Como me aconsejan personas de mucha luz, debo encontrarme a mí mismo. Hablar conmigo mismo. Escribir me ayuda a hacerlo. Que Story deje de huir de una vez por todas y mire a los ojos al Scrunt, quizá esa sea la única forma de plantarle cara, por mucho miedo que se tenga.


Todas las imágenes están sacadas de Google
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