Tembloroso,
abrumado por las circunstancias.
Decidido,
no obstante, a recorrer una vez más ese filo de la navaja que en
territorio maníacodepresivo se adentra en el laberinto de la
psicosis.
Así me
encontraba yo no hace mucho.
Un alud
de acontecimientos se me echaban encima sin tiempo apenas para
respirar.
Y pese
a que cada vez es tan diferente, tan cercana a la tramposa luz que te
ciega para después hacerte arder, una constante se mantuvo una vez
más.
Si él
estuviese aquí le daría las gracias por esas hogueras cuyo crepitar
me acompañaba hasta bien entrada la madrugada.
Mi
padre que, agotado por los duros vaivenes de una vida que no da
tregua, encontraba el tiempo para acercarme al paraíso familiar.
Que, espectador derrotado ante una locura en apogeo, apostaba por el
calor de la leña prendida para tratar de explicarme la gravedad de
la situación.
–
Ahora estás en la cabaña. – Me decía.
Esa
novela que tanto costó forjar, ese mapa que nunca más quise volver
a otear.
Se
habían acabado pues para él los tiempos de gloria en la lucha
contra el alcohol. Los tiempos de promocionar alegremente a mi
querida taberna, donde mi alter ego Joel buscaba en la pugna contra
una inmensa anaconda el valor para seguir unos pasos más en
dirección desconocida pero prometedora.
Ahora
estaba de nuevo en la cabaña.
Mi casa
así lo indicaba, y del mismo modo que escribiendo esa novela sentí
el calor de unas llamaradas frente al rostro iluminado de un Anciano
conciliador, en esta ocasión era mi propio padre quien trataba de
rescatarme de una caída no por anunciada menos probable.
Me
sentía a gusto, dentro del infierno de mi mente, en esas veladas de
conversación.
Eran
compases donde breves oasis aparecían en un desierto cada vez más
cruel.
Un
bipolar acaba por no tener demasiados pilares a los que sujetar una
vida cuyos cimientos en ocasiones se tambalean tanto que hacen caer
toda la estructura que sustentan.
Si él
estuviese aquí le daría un abrazo, aquel que quedó a medias cuando
ya todo estaba perdido.
Porqué
sí, la psicosis ganó una batalla apuntándole un tanto al Monstruo
que muchos dicen contener pero pocos conocen.
Pero en
el transcurso de la aventura, en la ascensión que descarrila la
vagoneta, hubo algo que tengo tanto o más que agradecer que esas
hogueras que tanta calidez arrojaron al hielo de una mente confusa.
Lo
sincero de una humanidad y personalidad fuertes y generosas afloraron
en un seguimiento incondicional al reguero de tinta que mi pluma fue
dejando a su paso durante muchos meses.
Fue en
sus análisis donde encontré claves que incluso para mí habían
pasado desapercibidas en una escritura rápida en continua conquista.
Si él
estuviese aquí le diría que la caza de farolillos me condujo a la
peligrosa luz artificial que enturbia el alma y la mente, si bien
nació de buenas intenciones en tiempos de oscuridad.
Si
estuviese aquí le sonreiría en el pantano de barro, la ciénaga de
ofuscación, que va haciendo presa de mí desde que el desengaño ha
sustituido a la ilusión.
De
estar aquí le diría muchas cosas, pero dejaré que se levante
tranquilo este domingo 19 de marzo, día de su santo, con la
esperanza de que estas líneas le reporten algún tipo de regalo
velado, y el firme deseo de que las cosas vayan a mejor.
De que,
a parte de quitar el frío y crepitar con fuerza, las hogueras
venideras sean acompañadas de unidad familiar y buen humor, de risas
y tiempos de amaneceres que no vean como el sol se eclipsa cuando más
se le necesita.
Eso
hacen los míos.
Eso
hace mi padre.
Que el
cielo amanezca incluso cuando la noche ha durado demasiado tiempo.
Que el
sol brille incluso cuando ha sido eclipsado por la gran sombra.
Que la
hoguera se mantenga viva… Incluso cuando tu mente tira la toalla.