A un remanso de
vegetación en el bosque, a un claro despojado de lianas y ramas
entrecruzadas.
Ahí llegaron las hojas.
No fueron ni una ni
dos, ni diez ni veinte.
Un joven apoyaba su
espalda contra el tronco de un árbol, venciéndose a él como lo
haría un montón de nieve sobre la estructura de una rama.
La
estación que transcurría era, no obstante, primavera.
Para el chico el
otoño y el invierno iban cargados de su predilección, pero tenía
que reconocer que esa estación de colores y vida, de hormonas
inestables e insectos deambulando con sus quehaceres de aquí para
allá, también tenía su encanto.
No sabía que
también podía ir cargada de magia.
El cúmulo de hojas
pasó por delante de él, en un aparente movimiento circular
alrededor del claro.
Cuando su
trayectoria casi rozaba su pómulo, el joven agarró con reflejos una
de las hojas.
Y ahí estaba.
Frente a él un halo
de luz lila aterrizó desde algún misterioso lugar en el suelo
despejado en el que tomaba un descanso en su marcha. Un número se
dibujaba en él.
Con el paso del
tiempo el chico fue haciéndose con todas y cada una de las hojas, ya
sin dejar de contarlas, con la vista puesta tanto en el contador que
dibujaba la tierra que pisaba, como en la esbelta silueta que parecía
manar de la luz lila.
¿Quién le estaría
gastando una broma tan cara como para generar aquél holograma?
¿Era un juego en el
que debía reconocer a la figura?
Las preguntas se
agolpaban en su mente mientras las hojas dejaron de revolotear a su
alrededor.
Las tenía todas en
su mano.
Eran treinta.
El joven sonrió.
Pese a que el día
había casi transcurrido en su jornada diurna, una grata sorpresa
había tenido a bien presentarse ante él en ese día tan especial.
Su novia, sonriente
y relajada, le miraba desde el centro del claro toda ella salpicada
por los lilas que no paraban de emerger como arco iris del
suelo.
Lejos el otoño y el frío recuerdo de quien no
volverá.
Lejos el invierno con sus fantasmagóricas visiones de
aquello que dejó de ser tiempo atrás.
Era su estación.
Primavera, la que la
vio nacer y crecer.
La que la vio
madurar y la sintió endurecer.
– Feliz cumpleaños,
Stela. – Dijo el chico, y besó las ojas antes de lanzarlas al
aire.
Provocó que estás regresasen a su movimiento rotatorio,
como queriendo engullir con su velocidad la imagen lila de la
chica.
– Esta vez sin tragedias… Que cumplas muchos más. –
Abrió los brazos al cielo y sintió como algo casi huracanado
arrastró sus piernas al centro del claro.
Se estaban mirando
fijamente, armados con una amplia sonrisa.
Así pasarían el
siete de Mayo, juntos de algún modo… En el interior del bosque.