jueves, 16 de febrero de 2023

Punto de no retorno

 



Estudiando, una vez más, diferentes enfoques para analizar la problemática existencial a la que está atada la bipolaridad, me he dado cuenta por enésima vez de algo: El trastorno maníaco depresivo es un acordeón que exagera y reduce, respectivamente, los momentos de euforia y las fases depresivas de todo ser humano.

Este enfoque inclusivo me aleja momentáneamente de la ira y el odio ante la incomprensión que sufrimos todos aquellos que pisamos las arenas movedizas de la salud mental.

 

Ando soñando de forma recurrente con una temprana época de mi pasado.

Los ingredientes son actuales, las emociones del campo onírico también, aunque no así los maltrechos escenarios en ruinas que tratan de ilustrar la decadencia de lo que tanto brilló.

Y para mí, que he recorrido el modelo de circuito de salud mental varias veces, resulta evidente que todas esas pesadillas y sueños vívidos no son más que la punta de un iceberg enorme, profundo y significativo.

Se trata del punto de no retorno.

 

Muchos de los que aquejamos problemas mentales achacamos a ese concepto buena parte de nuestra carga depresiva y, por tanto, gran parte de nuestras excursiones a las nubes invisibles de los cielos más altos. Esos que descargan tormentas psicóticas que empapan el barro de nuestras miserias, atrapándonos largo tiempo e inmovilizándonos ahí donde otros corren, saltan y ríen.

Sin embargo, ¿Cuánto hay de auténtico en esas carcajadas? ¿Cuánto de saludable en sus carreras? ¿Cuánto de valor humano en sus brincos dentro del sistema?

Me pregunto a menudo qué ocurriría conmigo de no haber brotado el trastorno latente que, desde niño, me hacía caminar por los senderos de la locura. También cuestiono si, antes de mi punto de no retorno, verdaderamente había un futuro, con sus anhelos y esperanzas intactos. 

 

Todo ello me lleva a pensar en la misma naturaleza de ese punto maldito.

En si a base de máscaras y disfraces, como si de un macabro carnaval se tratase, la sociedad trata desesperadamente de desmarcarse de un hecho tan lapidario y funesto. De dejarle el marrón a los que, diagnóstico de papanatas profesional en mano, sí habrán de llevar el concepto casi que con un post-it en la frente.

 

Punto de no retorno.

 

¿De no retorno a dónde?

¿A infancias burbuja en las que ganar tiempo antes de que la jungla se nos trague?

¿De no retorno a qué?

¿A una senda de ilusa y vana esperanza henchida en optimismo ciego?

Los bipolares ciclamos anualmente a esa burbuja de sobreprotectora superioridad. A esa dosis de furiosa ambición desmedida. Y, créeme, querido lector, que ese lugar nunca ha existido como tal.

Solo es un estado mental, un punto en el mapa de la psique humana, que algunos tratarán de diagnosticar y medicar, otros comprender y algunos descifrar.

Sin embargo, para los que tratamos simplemente de avanzar, crecer y superar con tal de ganarnos cierta paz, ese punto de no retorno no merece ser considerado como tal.

 

 







 


APUNTES DE IRA

 


 

Ya nadie me escucha.

Solo es una sensación tan refutable como los dedos que podrían alzarse negándolo. Y tendrían razón.

No obstante, es mi responsabilidad atajar esa sensación y tratar de dibujarla con hiperrealismo. 

 

Cuando las pesadillas llegan acompañadas de malos presagios, y los lobos dejan de agazaparse oliendo la debilidad que necesitan para desenmascararse, es el momento de poner los puntos sobre las íes. 

 

El trastorno maníaco depresivo, señoras y señores, mutila y destruye a cotas que solo los bipolares conocemos. Los cimientos de vidas diseñadas para volar se ven dinamitados para que la escoria de la sociedad pueda eyacular su mierda sobre nuestros hombros aprovechándose de la situación.

Cobardes como solo su cinismo permite, guardan silencio mientras nuestras fases maníacas iluminan la monotonía de la perenne oscuridad en la que viven.

Saben perfectamente que el mundo está diseñado para penalizar la autenticidad y premiar lo que va de cara a la galería. 

 

Pues bien, por un momento, querido enemigo, saborea.

Ojalá y esa selfie revelase el demonio del que tratas de protegerte con tu fe hipócrita. Ojalá y se te tragase entero para que pudieses fotografiar el excremento resultante que no es más que el asqueroso reflejo de tu alma. 

 

¿Ahora sí escuchas con atención, verdad?

Pues tranquilo, aquí lo único que pasa es que todos van a mirar para otro lado mientras un trastorno incomprendido siega vidas, aniquila esperanzas y erige montañas a los que más ya han peleado. 

 

Buenos días País de Nunca Jamás.

 

 

 

 


 

Repasando mis furiosas notas de hace apenas una jornada, me pregunto cuál es la verdadera esencia del punto que no admite retorno alguno.

¿Estamos en la tesitura de tener que establecerlo en el instante en que nacemos?

Si el infinito, lo eterno, lo divino y la nada entran en juego, este artículo se habrá de desvanecer junto al estado de ánimo que, en vísperas primaverales, se me escapa entre los dedos como fina arena.

Como especie, como conjunto condenado a convivir o coexistir, debemos respetar ciertas normas y códigos morales. Y nada tienen que ver con los impuestos por los canales oficiales.

Nuestro código ético debe ser tan estricto como la complejidad de nuestra mente, la profundidad de nuestro corazón y lo antiguo de nuestra alma puedan llegar a dictaminar. Solo así estableceremos los puentes que habrán de llevarnos a una correcta evolución, permitiendo a su vez que los simios, insectos y demás basura disfrazada con aspecto humano pueda también aprender, mejorar y, a la postre, servir para algo más que la servidumbre a un egoísmo sectario.

 

¿Dónde pues establecemos el punto de no retorno?










 

En la memoria colectiva.

Con el mapa inventado, con los circuitos sociales premeditadamente estudiados y finalmente dispuestos, todos los individuos no podemos aspirar más que a ser cromos repetidos de vidas pasadas que nada han aprendido.

La solución al circuito de trampas de hámster en el que vivimos, que nos condena a arrastrar depresiones y contener los impulsos de la agresividad que nos termina pudriendo el interior, pasa por escapar de él.

¿Y cómo se da la vuelta a esa tortilla?

¿Cómo se pide permiso o turno en una escalera tan llena de lameculos oteando las nalgas de los que se creen blindados en la falsa nobleza de su escalada?

 

Si prendemos fuego al circuito, su madera arderá.

Si todos morimos, alguien podrá ver que había mucho más fuera de los márgenes de lo que nos han preparado. Y mientras avanzamos más allá del siguiente punto de no retorno, una última cuestión quedará sobre la mesa: ¿La historia de la humanidad es un ensayo con seres de laboratorio? ¿Es la moneda el queso?




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sábado, 11 de febrero de 2023

Mis reseñas: 'Blacksad 5: Amarillo' (Juan Díaz Canales & Juanjo Guarnido)


 


BLACKSAD 5

Amarillo

por Juan Díaz Canales & Juanjo Guarnido



Escribir, ese universo lleno de posibilidades.

He leído la sinopsis de este quinto volumen de Blacksad justo antes de introducirme en sus páginas. Y lo primero que he hecho es lanzar una carcajada. Por la primera ocurrencia y por la simpatía de la escena inicial. Por lo familiar y el reencuentro con un mundo, ya hace tiempo, muy especial para mí.

 

La escritura es bien sabido que supone un arma de doble filo.

Lo saben los lectores, fieles escuderos de aquellos que se lanzan a garabatear sus mentes con tal de sacar un manuscrito limpio.

Lo saben los seres cercanos a la figura del escritor, habitualmente tan torturada y machacada por su propia presión, que el resultado final hace tan especial como abrumadora la tarea de seguirle la estela.

Cómo no, lo sabe el propio artista de las letras. Mucho hay de noche en vela y ojeras ahí donde se suele ver nada más que el traje a llevar en el evento de turno donde recopilar, ensalzar y jactarse de multitud de anécdotas.

Por todo eso, cuando he leído en esa sinopsis acerca del escritor maldito, una sonrisa se me ha escapado justo antes de esa primera carcajada de pura camaradería con Juan Díaz Canales y Juanjo Guarnido.

No puedo imaginar cuán felices deben sentirse cada vez que sus manos acarician el lomo de uno de sus tomos. Uno a uno, brillan con luz propia, y como no podía ser diferente, este Amarillo lo hace refulgiendo con especial vivacidad para los fieles de la saga.

 

Enfocado como un periplo de descanso para nuestro detective felino, el argumento de esta entrega supone un in crescendo delicioso en cuanto al ritmo de la problemática que se gesta. Un conflicto en ciernes que sabrá tocar palos muy bien enmarcados en esa idea inicial de someter a John a unas aventuras en una suerte de exilio de lo visto hasta ahora en Blacksad.

Lo que no se distancia ápice alguno de su nivel de calidad es la ilustración. El desfile de recursos en protagonistas y escenarios habla por sí mismo desde el nacimiento de esta obra, y para un ojo novato e impresionable en la materia, casi que solo me queda decir al respecto que, ojalá, si esto tiene que ver un final, no será porque no vaya a quedar inmortalizado en mis recuerdos.

 

La escritura enmarca muchos frentes. Y, aunque no siempre se trate de “poesía y cojones”, como citan en Amarillo, mucho de lo que gesta estos comics estoy seguro de que nace de una locura idealista. De un sentido del perfeccionismo enfermizo y difícil de manejar por lo volátil de su naturaleza.

Puede que sí. 

Puede que siempre se trate de algo parecido a esa poesía y a esos cojones. Pero darlo por hecho nos aleja de la responsabilidad con la ternura, las amistades, la familia y, en definitiva, el alma del circo en el que estamos todos inmersos.

El mismo circo que espera en Amarillo y que, si te gusta Blacksad, no puedes perderte.



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