Jugando
con fuego.
Ese debería ser el título de este sexto ensayo de la serie, si éstos portasen
uno.
Justo en las fechas en las que deberíamos estar brindando por la consecución
del primer mes de sobriedad, me doy cuenta de que justo en esta frase va incluido
el problema raíz.
El dichoso brindis de celebración.
¿Imaginas la abismal cantidad de cosas que pueden merecer una celebración?
Incluso un hecho tan significativo como el premio a meses de trabajo esconde en
sí mismo la trampa que el tóxico lleva asociada.
La mente es juguetona.
Usa la información de un modo que la habilita a moldearla a su conveniencia.
Tanto hablar con anterioridad de lo vital de la brújula interior, de la
claridad de objetivos… Para verme trampeando con esa copita que cae solo de vez
en cuando.
Afortunadamente, estoy dispuesto a coger de nuevo las riendas del proyecto.
A la recaída que significó la escritura del quinto ensayo le siguieron algunas
más. Toda una semana que lanza por tierra las tres anteriores de batalla por la
abstinencia.
Las conclusiones a sacar son inmediatas.
Mi vida se ha complicado, ensuciándose en diferentes frentes, enmarañándose en
la mayoría de ellos y cerrándose hasta comenzar a apestar.
La inmediatez de estas constataciones alivian mi frustración.
Mi mente debe estar claramente posicionada a favor de dejar el tóxico, pues de
no ser así, no concluiría con tanta alegría tales afirmaciones pesadas como
losas.
Sin embargo, en esta ocasión sí que me gustaría acercarte a mi realidad. No
como intento de justificación, ni con voluntad de convencimiento. Simplemente porque
me apetece sentirme, de algún modo, acompañado.
Mi primo ha desaparecido de mi vida, dejando tras de sí ese hueco en el cual eres perfectamente consciente que no vas a poder edificar nada parecido ni equivalente. Como mucho respetar la zona cero, en memoria de todo el dolor que una relación tóxica que se extiende por más de tres décadas puede ser capaz de generar.
Los míos prosiguen con sus vidas en mi pequeño pueblo natal, y la sensación de que las diferentes corrientes geográficas hacen patente la ya de por sí inevitable distancia me corroe por dentro, día sí, día también.
He desarrollado una pereza a quedar con mis amigos en la gran ciudad, y más aún a hacer nuevos. Construida sobre cimientos de envidias y frustraciones, de pesares y malestares, dicha pereza me aísla en el pequeño estudio donde vivo, donde la única ventana al exterior son pantallas digitales.
Los latidos de mi corazón rugen sólidos, fuertes y sinceros, pero la persona a cuyos oídos pretenden llegar está tan lejos, que del grito inicial siento que solo queda el eco de un susurro desvanecido a medio camino.
Mi yo más resuelto, ese que regaría con su carcajada todo este texto, permanece encapsulado ante la ausencia de alcohol. Y junto a su exilio, siento como gran parte de mi alegría y mi optimismo, de mi carisma y mi virtud, se diluyen sin que sienta ápice de su aura.
Esa vendría a ser mi realidad plasmada en un rápido boceto.
Por eso he encendido una hoguera ante la creciente oscuridad que parece rodearme
a cada nuevo paso que doy.
Pese a que se dónde me dirijo, pese a que conozco la alegría que el futuro me
tiene prometida, no son pocas las noches en las que los aullidos de los
depredadores me hielan la sangre. Como buen conocedor de las miserias de mi
trastorno, sé perfectamente cuánto debo temer esas fauces siempre atentas a mi
fragilidad.
Juego con fuego porque la negrura duele y corroe. Pudre y destruye. Mata y
extingue.
Mi psiquiatra parece recibir esta información como un tenista experimentado que
se resiste a perder el punto.
Y, por muy frustrante que resulte, considero que disfrutar de un rival como ese
es la única vía para que algún día pueda alzar el trofeo de la abstinencia en
el circuito de la estabilidad.
Es tiempo de dejar de hablar de yelmos, escudos y espadas. De alejarse un poco
de los campos de batalla para recordar y recordarse a uno mismo que no hay nada
de épico en dejar una adicción.
Triste es el camino que conduce a las profundidades de sus abismos, y más
triste aún resulta el instante en el que uno debe escalar lo caído, pasada la
novedad de los primeros pasos.
Naces solo, vives solo.
Cuántas veces me habrán restregado eso esgrimiéndolo como un dogma.
Me lo dicen personas rodeadas de amigos y familia, que como mucho han
experimentado la verdadera sensación de soledad en contadas ocasiones. De momentos
puntuales convertidos en banderas de sus fortines.
Quién sabe.
Estoy cansado.
Ni quiero asediarlos ni quiero hacerlos volar desde dentro.
Al final, cuando el peso de las cadenas vuelve a ser tu peor castigo y la sobremedicación
te tumba hasta extremos que sólo tú percibes… Solo sueñas con edificar tu
propio fortín, amurallarlo debidamente y ser feliz en él.
Ardua tarea en la que, no obstante, creo estar dando resueltos pasos.
Por lo pronto siguen las SEBSA, con esta sexta parada que significa al mismo
tiempo un nuevo ciclo, un nuevo arranque, en el que, de todo corazón, espero
seguir teniéndote a mi lado, con el vago pero cálido aliento de tu mirada
recorriendo líneas que nacen de mi alma.
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