¿Es malo querer suicidarse?
¿Es normal sopesar la autodestrucción parcial o total del ser?
A estas alturas de la película, todo cuanto sé, se cimenta sobre los pilares de la rareza.
Sin embargo, no enfoco ese raro tono sobre mi piel, sesos o corazón.
No, lo que se me hace tan raro es el mundo que me rodea.
No deja de resultar curioso el hecho de que, a mayor introspección ejecutada, más grande es el rango social que acotamos.
Me explicaré.
No he dicho que tirando hacia dentro de nosotros mismos abarquemos mayor cantidad del mapamundi. No. Eso sería comparar nuestra psique vital a los avatares de todo un planeta. La prohibida megalomanía danzando con la fuga más temida. Porque, desde ahí, uno ya no halla freno alguno ante el ejercicio de extrapolación, acabando frente a las puertas deseadas del universo infinito y perdiendo sistemáticamente toda cordura ante ellas.
Aunque sí he afirmado que, inspeccionando nuestros propios rincones, desnudamos a la humanidad.
Nacido en cualquier ubicación y circunstancia, el ser humano comparte intrínsecamente la práctica totalidad de la misma porción del pastel. Idénticas configuraciones de sistema operativo, con las salvedades dispuestas más en los ojos ajenos que en los de uno mismo.
Ejemplifiquemos.
Una persona autista puede, y debe, entender que no hay más error en su modus operandi que el proceder de un mundo enfermo creador de una pútrida red de comportamiento totalitaria. Una persona enferma, en cualquiera de sus desgracias posibles, puede, y también debe, comprender que el bandazo del resto no es culpa suya. Pues las masas huyen por defecto de la verdadera empatía. Y eso se debe a que ni siquiera son capaces de tenerla consigo mismos.
¿Hasta qué punto se está dispuesto a ahondar en las profundidades de la depresión?
Está muy bien que la psique humana trate de experimentar, racionalizar y sanar.
Está fabuloso que el corazón del ser humano refulja continuamente sin dar su brazo a torcer.
No obstante, la verdadera cuestión que veo en el aire no es otra que esta: ¿Vale defender la nobleza de cualquier acto si este se perpetra a costa de otros?
Fíjate, querido lector, que en este arranque hemos hablado de introspección.
Pronto, muy pronto, hemos terminado en las trincheras del bando rival. Aunque el exhibicionismo del propio mal ante la injusticia ajena también ostenta sus propias trampas. Por suerte, el comienzo ha tratado un tema único e intransferible: El suicidio.
Podría considerarse como el acto más límite y radical de cualquier proceso depresivo mayor.
No estoy de acuerdo.
La mayor crueldad a la que se expone una persona sumida en una o varias crisis depresivas es lo atroz de la propia naturaleza del proceso. Mente anulada y corazón apagado. ¿Qué nos queda para recorrer el resto del angosto túnel?
Es ahí, justo ahí, donde los bipolares, bendecidos o no, con don o sin don, creamos la chispa que genera el fuego de la manía.
Se expande la teoría psiquiátrica, como contagiada por el propio incendio del término, de que las fases maníacas son meros ejercicios de evasión por parte de la mente con tal de evitar una muerte segura.
El texto que nos ocupa erige su título sobre la evolución de estos trastornos, y me parece un momento muy interesante para elevar el tono y argumentar en dicha dirección. Pues mucho me temo que, pese a que las personas no cesan de evolucionar, la condición bipolar es tan matemática como perfecta en la ejecución de la patología.
Como si el jaque mate fuera una mera cuestión de tiempo, siempre a su favor.
Tampoco estoy de acuerdo.
Ante una problemática maníaca depresiva, el afectado puede, y debe, asumir que a las habituales malabares del presente y el futuro, se habrán de sumar intensas cargas de pasado. Lastres que vendrán hinchados y expandidos, en la tan habitual dilatación emocional que genera el trastorno bipolar.
Eso significa que, en la pugna por levantarse del estado depresivo, uno deberá enfrentarse a sus peores bestias. Y eso, para gente que ha estado atada contra su voluntad, insultada y menospreciada, que ha perdido toda esperanza real y justa para con sus sueños e ilusiones, y que ha asistido a la decapitación de su imagen por parte de muchos de sus seres queridos… Eso, más que una bestia, es un monstruo sin nombre.
Y aquí es a donde quería llegar.
Si el trastorno bipolar es una exageración de todo, en la que las presas de los límites pueden saltar por los aires, ¿Para qué vamos a llegar a los extremos de sobra conocidos?
En este enésimo ensayo acerca de mi afección mental, me saltan muchas alarmas al tratar de comprender las ramificaciones y consecuencias de tal cuestión.
Parece que hace buena la máxima de los pies en el suelo. De la vista al frente y la mente en el presente.
Ahora, regresemos al inicio y respondamos desde ahí.
¿Es malo querer suicidarse?
Sin duda, es peligroso.
Que una persona tenga las agallas, con la libertad que eso supone, de enfrentar a sus bestias hasta el mismísimo final, hasta las fauces de su monstruo personal, podría hacer que regresara a la sociedad con otro punto de vista muy diferente al del resto.
Con una disposición de actitudes y miedos radicalmente ajena a lo siempre sintió como correcto.
Aunque lo correcto debe seguir siendo lo correcto.
La máxima del totalitarismo social que nos rige, mediante prisiones encubiertas de las que nadie quiere saber nunca nada.
Porque es mejor ahogar cualquier chispa posible que tener que exponerse a apagar un incendio.