"Aquí huele a quemado".
Un ser putrefacto de la sociedad, un yonki asqueroso, escupió eso entre los dos dientes que le quedaban cuando estuve a poco de detonar una silla en la cabeza de un cuidador de un psiquiátrico de larga duración.
Aquí huele a quemado.
Se trata de un truco, de una sorna, para terminar de detonar un volcán que dé espectáculo a vidas grises.
Es extrapolable.
Y lo peor de todo, lo es ante gente que aparenta máxima dignidad.
Por mi dilatada experiencia psiquiátrica, cuando más noble el corcel, más zorro el jinete.
Psicólogas, trabajadoras sociales, psiquiatras y todo el sucio elenco de la salud mental española del supuesto siglo XXI sólo sirven a un único fin: La limpieza de su propia toxicidad.
Pudriendo mentes, haciendo acopio del maquillaje diario y la provocación infinita, desgastarán a quien juega limpio hacia justamente pretender demostrar lo opuesto.
Por suerte, a veces, hay fallos en el sistema.
Hay cientos de miles de sillas en los pueblos.
Es más extrapolable aún.
En una sociedad en la que el concepto de lealtad tiene la misma valía que el de una zorra, el vaivén de criterios, cambios de opinión, sucios intereses y puñaladas traperas por un bien mayor son un valor al alza.
Un valor por el que todos estarán dispuestos a batir el récord de altura: Un sueño americano del que se ríen en público y por el que lloran, suspiran y se arrastran en privado.
Defenestrando el buen hacer, la limpieza y la transparencia.
Maquillándose con todo ello al día siguiente.
¿Que ha muerto alguien verdaderamente importante?
Brindemos.
Los vasos estarán limpios también al día siguiente.
Pero no las sillas.
Las sillas tendrán muescas de cada cráneo que se me acerque en el futuro a sonreírme con un puñal en la espalda.

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