Qué agradable es redescubrir la música acústica sin las damnificaciones del alcohol.
Uno no es consciente, a menudo, del daño que ocasiona dicho tóxico, ya no solo al organismo, sino al proceder la misma mente. Como niños obesos que engullen y atesoran caramelos en una cabalgata abarrotada, el proceder del alcohólico no dista mucho en cuanto a compulsividad y necesidad ciega.
Así se nos van pasando los días. Jornadas que rápidamente se visten de semanas, para conducir los meses hasta transformarse en los fatídicos años perdidos a los que tanto miedo se suele tener. Y no porque no sean productivos en una u otra dirección.
Lo que se queda en el camino, y de qué manera, es la conexión con el interior de uno mismo.
Lo que se queda en el tintero es esa esencia que da el verdadero buen sabor a las cosas.
Ahora mismo, con la última luz de una jornada que trae bajo el brazo la crudeza del invierno, me siento tranquilo, casi mecido por el leve oleaje de una marea que ni sé, ni me importa, a dónde me conduce. La corriente afecta a mi vida, a mi entorno y, por tanto, a mis escritos.
El as bajo la manga, la jugada ganadora, es la reciente armonía que ha pasado a dirigir en el reino de mis sueños. Con fantasiosas medidas, en la colosal y abrumadora retahíla de aventuras y experiencias oníricas, un nuevo ingrediente maneja con gran estilo y personalidad la batuta de la orquesta de mi loca cabeza: La suavidad.
Podemos estar en el mismísimo infierno del caos o en una bella estampa celeste. Tanto da el símil del que hagamos uso. Cualquier persona con cualquier tipo de vida va a saber establecer su escala de grises, con su blanco y su negro muy bien estipulados. Está claro que, en cualquiera de las franjas de ese lienzo, siendo sinceros con nosotros mismos, seremos conscientes de que nuestra capacidad de control de la situación resulta irrisoria.
Aunque no ocurre lo mismo con las sensaciones.
Si bien la subjetividad juega un papel muy destacado en la concepción de nuestra realidad, estaremos de acuerdo en que existe un símil innegable y dictatorial en cuanto a fidelidad con nuestro periplo vital: El océano.
Podemos estar a la deriva o con rumbo fijo. Podemos navegar bajo nubarrones o vernos varados a pleno sol. Pero lo que está claro es que sabremos valorar la benevolencia de un trayecto suave.
Para el ser humano, tan dado a conflictos internos que terminan por desatar bestiales tormentas, quizá juegue un papel más poético el poderoso caer de los relámpagos, el atronador rugido de la lluvia torrencial o la potencia desmedida de las catástrofes naturales. Subestimar la tranquilidad en unas aguas profundas que tienen a bien el ser benevolentes con nuestro navío resulta una práctica habitual.
Es como si nuestro reloj interior contase el tiempo transcurrido desde el último vendaval, y nos hiciese apretar los dientes en previsión del siguiente.
Ahí es donde se nos escapa la vida.
Los miedos, las frustraciones, el deseo de fuga y el ansia de transformación agarran los momentos más preciados y rebozan el oro que los cubre con una pútrida capa de negación y menosprecio.
Eso nos aleja.
Nos distancia de la creación artística más natural.
Nos separa de nuestros seres queridos.
Erigiendo muros tan altos como las vendas que colocamos en nuestros ojos, el escenario se adapta constantemente con tal de invocar ese trago que nos permita respirar.
Y ahí es donde nace el problema de la adicción.
No es que seamos adictos a una sustancia en concreto, sino que nos volvemos aficionados a repetir un patrón que no duela tanto como duelen nuestras rutinas. Prácticas erróneas y mal enfocadas desde su misma raíz, y que intentamos atajar con una lluvia etílica que riegue esos cimientos que se tambalean.
Regresemos a la metáfora acuática.
Ampliemos la mira.
El propio universo podría considerarse fácilmente un mar desconocido.
Un ente, quizá meramente espacial o quizá vivo, quizá consciente quizá dormido, pero que con claridad hace y rehace, crea y destruye, muta y transforma con el objetivo de mantenerse en una suerte de equilibrio.
Es la única manera de viajar. Y no es por haber sufrido de más o conocido lo aterrador y lo indecible, no es por el hastío de la edad avanzada o por el dolor de las cicatrices que se aprende a valorar la tranquilidad.
Ese agradecimiento se debe más, creo, a que dicho ingrediente, base en toda estabilidad, resulta clave en el éxito del viaje de forma simultánea.
Es cierto que no sabemos a dónde trata de ir el conjunto universal.
Resulta evidente que no sabemos a dónde se dirige nuestra especie.
Incluso podríamos afirmar que el individuo en sí mismo anda más perdido que lúcido.
Sin embargo, ¿A dónde va cada océano? ¿A dónde va cada bosque? ¿Hacia dónde se dirigen los planetas en órbita?
Todas esas preguntas hallan una raíz en sus posibles respuestas empíricas.
Van a existir. A rubricar un periplo en armonía con cuanto les rodea y les pertenece.
Podemos considerar necesario que el guion se altere. Que todo se salga de control puntualmente y se generen fenómenos, por otro lado, necesarios y benignos a largo plazo. Pero no vamos a ver un futuro halagüeño en nada ni nadie que apueste por el caos puro como fórmula a seguir, dogma al que adorar o pauta de consumo.
El alcohol representa a ese caos.
Libera y desinhibe, bebiendo al mismo tiempo que empinamos el codo de nuestro subconsciente. Un lugar que, por mis experiencias oníricas, si se aliena con tóxicos termina por mostrar su peor cara.
En fin, querido lector.
Gracias por acompañarme en estas primeras reflexiones del curso que recién arranca.
Te alegrará saber que voy rumbo a una semana sin consumir. Ya casi es mía.
Por ahora, tuyos son estos puñados de letras que has leído.
Por si sirven para encender algo.
Hace frío, y pronto oscurecerá.
Continuará...
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