La evolución lleva el sello del diablo.
No es justo que tantas almas se vean abocadas al centrifugado del ciclo vital.
Tantos caminos enhebrando un laberinto donde todo vale y todo cabe.
No es justo. No lo es.
Se podría encumbrar como adalid de la crueldad el que una especie se yerga y autodenomine como todopoderosa sobre el resto. Que engulla hasta el pecado capital y maltrate empuñando la oscuridad de sus complejos más secretos. De sus sueños más oscuros. De su antojo más mórbido.
Aunque la realidad habita de forma más sutil y mundana.
A pie de calle vemos a diario corazones rotos.
Personas inocentes que no jugaron con codicia sino con humildad al juego del amor.
Almas heridas de muerte obligadas a peinar el extrarradio de un mundo que, de repente, pierde interés.
Y no es justo, me reitero. No lo es.
De existir un paraíso me conformo con que sea una dimensión benigna y atemporal. No me dan miedo las llamaradas que bien podrían escalar mi corazón hasta fusilar con la pólvora de mi misma mirada. No me dan miedo la furia de las bestias ni la trampa de lo eterno.
Me da miedo eso que veo en cada calle, avanzada la noche o a plena luz del día.
Me dan miedo las puñaladas invisibles que, hermanos en espacio, se nos habilita a perpetrar.
¿Qué tendrá que ver el corazón más inocente con la mente más psicópata?
¿Qué tendrán que ver unos hábitos evocadores de tierna infancia con el vicio pútrido?
No, no es justo.
No, no lo es.
Si tuviese una sola oportunidad para maldecir en este mundo de falsas apariencias, y el velo de la hipocresía cediese al verse atravesado por el noble filo de la sinceridad, sin duda mi enemigo sería el libre albedrío. Pero claro, uno rápidamente cae en la funesta sospecha de si realmente ha gozado en algún momento de él.
Lo que está claro es que construir cuesta casi el mismo imperio al que uno aspira, mientras abocarse a la destrucción prácticamente está subvencionado.
Y me da igual la autodestrucción previa, el sufrimiento desmesurado al que las personas de interior más negro acuden para reforzar, primero sus pensamientos, luego sus actos.
Escoria, eso es lo que son todos ellos.
Demonios disfrazados que no requieren de dentadura mal cuidada o aliento a alcohol para actuar, pues a menudo creen redimirse bañándose en las benditas aguas de su rebaño dominguero.
No, ni es justo, ni se salva nadie.
No.
No es justo.
Ni es lógico.
No tiene sentido lanzar a almas desamparadas a un juego letal, en el ocaso de la caída del telón de la función. Y si lo que polvo fue en polvo se convertirá, que al menos mezclen mis cenizas con pólvora, apuntando con el arma directamente a la sien de aquél que concibió este maldito juego.
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