Oda por la Estabilidad Bipolar
Parte I
Suena Rulo de la Fuga mientras apuro un cigarrillo.
Acabo de tomar la dosis matinal de litio y, cercano el mediodía, mi cabeza comienza a pensar en cerveza.
Habrá que darle un caramelo en forma de café a ese niño caprichoso.
Tras de mí, el gran ventanal de mi salón permite una generosa entrada de luz solar.
Mi pareja duerme junto a Chihiro, nuestra gata blanquinegra.
Husk, el torpe gato naranja, coge aire en el sofá sumido en lo que sea que sueñen los felinos. En ocasiones sacude enérgicamente sus patas traseras. Dicen que lo onírico los libera y les permite correr al galope. Pero yo prefiero despertarles con cuidado, no sea que los gatos, como también se dice, hayan salido al dueño.
¿Parece una estampa bastante idílica, no crees?
Podría incluso decirse que hablo desde la cima de la montaña, habiendo escalado el titán, en una amable y tranquila retrospectiva.
Pues nada más lejos de la realidad.
Apenas son estos mis primeros pasos.
Ayer hubo noche fantasmagórica.
De esas en las que uno preferiría, a todas luces, permanecer en vela con tal de ahorrarse el marrón. De esas en las que, mientras hablas y vacías tu mente, el corazón late inquieto mientras con la vista oteas de reojo en busca de presencias extrañas.
Quizá debido a eso, a mi reciente recuperación de peculiares poderes, he decidido embarcarme en lo que para mí supone la contienda de las contiendas.
Unas veces presentada como batalla contra el alcohol. Otras, como brutal lucha en los mares de lo maníaco. Y otras, incluso, como pelea desesperada por mantener un atisbo de cordura.
Así es la guerra bipolar. La vida maníaco depresiva.
Cuanto menos, así se presenta en mi caso.
Un caso que puntualmente me sienta ante el teclado para, abandonando todo proyecto literario en vigor, vaciarme de la mejor forma posible.
No sé cuánto durará este proyecto recién nacido.
Solo se que, mientras puedas leerme, andará en vigor mi afán por lograr lo que por más de una década no ha supuesto más que una quimera.
Buen conocedor como soy de las etapas a las que voy a enfrentarme, no pretenderé con este texto adoctrinar a nadie. Estas son unas palabras públicas, cierto, pero albergan el cometido egoísta de alumbrarme en los oscuros pasillos que he de recorrer.
Cuánto me gustaría que la luz proviniese de una hoguera. Leña ardiendo frente al sillón de una calmada y longeva reflexión. Pensamientos regados con buen whisky y toneladas de tabaco.
Pero mucho me temo que en mi pasado he agotado esas reservas de elixir mental.
Si no me equivoco, la luz que me aguarda en la línea de salida no es otra que la de un pequeño farolillo. Un artefacto cómodamente portable.
Pues, como ya debes ir comprendiendo, querido lector, esto va a ir de caminar.
No esperes encontrar, al leerme, batallas apocalípticas contra enemigos sin nombre. No voy a regar mis escritos más que con odas conclusivas al final de cada uno de éstos.
El resto será como la base de toda maceta, que puede estar muy cuidada y florida, pero encuentra como básico y fundamental la presencia de tierra. Un elemento discreto pero omnipresente. Un término que incluso me sirve como brújula de gran precisión, pues apunta a donde yo debo apuntar en todo momento.
Pues para escalar a gran altura, uno debe saber tener en todo momento los pies en la tierra.
Esto tratará de una serie de ensayos, casi a modo de diario, en mi aventura por dar con el mayor tesoro que, a título personal, un bipolar puede encontrar.
Tratará de plasmar por qué la dirección políticamente correcta es la válida en estos casos.
Muchos compañeros de patología han caído por el camino.
Muchos han perdido tanto que hasta su identidad se les ha quedado atrás.
En un territorio que, por cambiante, no puede asemejarse más a un océano, resulta habitual que las fuerzas de la naturaleza actúen. Y de qué manera.
Si el ser humano representa un nimio eco para el universo, ¿Qué piedad va a tener éste con las mentes maníaco depresivas?
Todo ser vivo está expuesto a las mismas inclemencias emocionales.
Simplemente, la diferencia radica en su percepción. La intensidad con la que las recibimos, a menudo muta nuestros baremos interpretativos. Nos hace patinar tanto de dolor y melancolía que acabamos por caer en lo autodestructivo. Nos hace flotar tanto de desinhibición y alegría que acabamos colisionando en el falso vuelo.
La respuesta a este enigma, ni la he encontrado en más de treinta años, ni la voy a encontrar en lo que me queda de vida.
Si bien ignoro cuán lejos me queda el filo de la guadaña de la muerte, tengo claro que lo que sí me ronda es la fúnebre amenaza de vivir una vida sin sabor ni sentido.
Todos, absolutamente todos los drogadictos, comparten fatales coincidencias a largo plazo.
Y sé muy bien, apreciado lector, que, lo seas o no, sabes bien a qué me refiero.
Ese pozo que con tanta habilidad tratamos de ocultar está tan lleno de miserias que rezuma un increíble mal olor.
Es el olor de la decadencia. Del tiempo quemado en vano. De la rutina que nos atrapa en lugar de elegirla nosotros a ella.
Como un algoritmo en segundo plano, ejecuta con intransigencia el precio del consumo continuado, hasta que la carga vírica de nuestra vida es demasiado alta.
Demasiado alta para volver atrás.
Yo intuyo ya el olor, sino es que se ha convertido en parte de mi fragancia personal.
De ahí este volantazo abrupto en el camino.
De ahí estos escritos que espero encuentren continuidad.
De ahí las odas conclusivas, cuyo arranque no demoraré más.
Oda
Tierra mojada
Llueve sobre el mar
Su oleaje me ahoga
Llueve en mi rostro
Un enjambre de lágrimas.
La tierra mojada
Recuerdo ese olor
Me sabe a familia perdida
A un pasado sin futuro.
Nado a la deriva
Fuera de mi elemento natural
Oteo en mi mente mejores lugares
Que ya nunca volveré a pisar.
¡Oh! La lluvia en la tierra
Qué diferente se siente ahora
Solo hay frío y vacío
En la lluvia sobre el mar.
¡Oh! Caracoles y hierba mojada
Sinónimo de juventud
Aliados de la esperanza
Toda una era perdida
Busco cada vez que me hundo
Oteo desesperado el horizonte
Pero no hay ninguna luz
No hay luces en alta mar.
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