jueves, 30 de mayo de 2019

Segunda experiencia bipolar sin alcohol (Parte III)





Cientos de miles de personas lanzan sus rugidos al aire impregnado de humo negro.

Hay furia, hay sed tanto de venganza como de sangre. Y alivio.
Un profundo alivio al saberse liberados de la tiranía. La era de la primera psiquiatría cae. Porque así es como finalmente será recordada. Con sus lobotomías del pre siglo XX y su medicación del siglo XXI. Con sus antiguas torturas y sus pseudo modernas medidas de sujeción de pacientes. Cae por su propio peso, aunque, sobre todo, por el revolucionario movimiento de ‘Los  locos’. Bajo ese nombre, una cúpula de inteligencia estratégica planificó meticulosamente todos los pasos a seguir durante años. 

Ahora, el mundo luce el naranja fuego de las llamaradas en las que prenden los profesionales de la salud mental. Su sangre corre, fabricando ríos rojos en el pavimento de pueblos y ciudades. 

Los locos, sueltos y liberados, se permiten un segundo de reflexión antes de otear el nuevo horizonte lleno de posibilidades. De arte sin contención. De inspiración sin final.
Es en esa reflexión donde décadas de sufrir la política del miedo, de sentir la amenaza de un ingreso que se acaba tornando realidad, de babosear sedados para colaborar en el circo de la sociedad… Provocan el estallido interior. 

Un niño apenas cercano a la adolescencia se acerca a su antigua psiquiatra. Ésta, con los ojos desencajados, escupe algo tratando de articular sus últimas palabras, pero una bola de billar ha destruido parte de su dentadura y le bloquea el habla. El niño sonríe, machete en mano, mientras paso a paso se acerca a su antiguo verdugo…








No tenía planificado hacer un tercer alto en el camino hasta conquistar mi tercera semana sin beber. Sin embargo, algo ha ocurrido. Algo destacable que ha removido los antiguos canales de mi interior por donde la ira, el odio y el miedo se comunican con mi psique.

Este pequeño texto introductorio es solo una muestra de lo que pudrió mi mente a lo largo de toda una fatídica jornada.
No debería resultar sorpresa alguna para el lector, a estas alturas, el ser consciente de que el circuito de la salud mental no es santo de mi devoción.
Tampoco la prepotencia, en general. Ni la tiranía.
Son aspectos que se aúnan, habitualmente, en la figura del psiquiatra.

La batalla personal y el pulso que mantuve durante años contra ellos me condujo a adquirir un rol más de espionaje que de guerrilla. El dolor prolongado por el malestar maníaco depresivo se dio la mano, demasiadas veces, con ingresos crueles e involuntarios.
Eso activó desde mi subconsciente la habilidad de interpretar a la perfección lo que sea que el psiquiatra desea tener ante sí para quedarse tranquilo.
Valiosos días para poder hacer uno su propia vida, libre de estúpidas imposiciones que solo buscan normalizar según criterios absurdos.

En un acto de ilusa naturaleza, pensé que Barcelona me iba a deparar un cambio al respecto.
Pues bien, el bofetón ha sido contundente.
Los psiquiatras son una especie que se protege a sí misma con el escudo de la sociedad. Se alimenta de ostentosos sueldos mientras juega a disfrazarse de Robin Hood. Con la misma facilidad sonríe y confraterniza con el equipo al que manipula, que te sentencia a vivir un infierno de meses.
¿Por tu bien?
¿O por el bien de una sociedad que debe respirar tranquila, sin inquietudes que puedan ir más allá de que un equipo de fútbol haya caído de una competición?

Esta explosión de ira, esta irrupción de rabia en esta serie de ensayos, no se debe a que me hayan sentenciado de nuevo.
Se debe a la frustración. A no entender por qué un centro de desintoxicación, en vez de apremiar la mayoría de edad en mis días consecutivos sin beber, se decide a poner palos en la rueda de mi mente.








Ahora es momento de hacer una pausa y respirar.
He plasmado esta primera parte del ensayo de este modo para que el lector sea consciente de que no todo es de color de rosas.
Que puede parecer bonito el ir sembrando semillas de brillante ilusión por el camino de la desintoxicación, pero que la necesidad de hacerlo principalmente nace de la certeza de uno mismo de estar lleno de mierda hasta el cuello.

¿Tan difícil es entender que he logrado lo más difícil en la desintoxicación por mí mismo?
¿Tan tentador para el psiquiatra resulta el imponer su ego y sus conocimientos en la vida del paciente?
¿Tan obtusa es la psiquiatría, que no entiende que, con la amenaza, la burla y la imposición solo se obtiene un aumento en el deseo de consumir tóxicos?

Podría hablar maravillas del equipo que trabaja para el tirano.
No obstante, es tal mi estado de ceguera por la ira, que instantáneamente brotan en mi mente símiles que argumentan que no deja de ser una estrategia para hacer hablar al paciente. Para desnudarlo. Y entonces, machacarlo hasta que responda al patrón de enfermo mental que la sociedad tanto conoce.

De modo que dejo este tercer ensayo aquí.
Como quien golpea un saco de boxeo.
Como quien grita con un cojín sobre la boca.
Como quien, por un instante, comprende con qué luchaban los espartanos que dieron su vida en las Termópilas.
Con toda su ira contenida.
Con todas sus fuerzas.
Con todo su corazón.




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