martes, 28 de mayo de 2019

Segunda experiencia bipolar sin alcohol (Parte II)





La música, ese gran aliado para canalizar las emociones, ha encontrado últimamente todo un bastión para mí en largas piezas orquestadas de bandas sonoras relajantes.
Tanto da que la reproducción de cada pieza dure una hora.
Se suceden, una tras otra, mientras mi mente elucubra y mis dedos teclean. El trabajo fluye, y cuanto más se genera más ideas se amontonan.
De fondo, la retaguardia queda cubierta por paisajes que evocan al frío. Nieve e invierno se alían en montajes realizados con mimo, que, en conjunción con la sedante melodía a la que acompañan, logran que de un simple vistazo mi mente se serene.

Este escenario tiene dos lecturas inmediatas.
La primera, la “negativa”, es que se trata de una situación claramente hipomaníaca.
Si bien es cierto que la toma regular de la medicación me permite dormir una cantidad aceptable de horas diarias, no resulta menos certero percatarse de que éstas se distribuyen a ráfagas cortas y en horarios intempestivos.
Ese factor, unido a otros como una creciente e ininterrumpida inspiración, me conducen a meditar acerca del abrupto y prematuro fin de los meses depresivos.
Pero antes, veamos la lectura positiva que ha quedado pendiente.
He escrito un buen montón de líneas sin pronunciar la palabra clave de esta serie de ensayos.
Alcohol.
Aquí está, y la lectura positiva del escenario en el que me encuentro es, sin duda alguna, que ya no está tan presente en mi mente.

Rebasado el medio mes sin beber, las bondades de los momentos etílicos comienzan a difuminarse como si de un fantasma en medio de un exorcismo se tratasen.
Evidentemente hay momentos en los que te das cuenta de lo mucho que te apetece un buen trago. De esa espalda tensa a más no poder. De la cabeza acelerada rogando por una frenada paulatina. De esas que te sacan sonrisas artificiales donde debería reinar la concentración. De esas que te vacían los depósitos de lágrimas sin explicación aparente.
No obstante, lo que reina es un control, si no férreo, sí tenaz, sobre las emociones de uno mismo.






Más de medio mes sin beber, concretamente combatiendo por la conquista del dieciseisavo día, hacen que uno pueda permitirse el lujo de cuidar otros frentes de la batalla.
La hipomanía que he nombrado, ya una realidad incontestable, puede y de qué modo, derivar en una manía que incinere todo el periplo que he recorrido desde hace ya un tiempo generoso.
Es sumamente agradable reencontrarme con mi querido teclado. Sentir la alianza entre mi cerebro y mis manos para enarbolar esta serie de textos.
El elemento más desagradable para mi estado de ánimo, el calor, puja fuerte por instaurarse en lo que se avecina como el inicio de todo un verano.
Sin embargo, el “superpoder” bipolar, unas llamaradas que nos hacen sentir como nuestra oscuridad se ilumina por completo, me hace ser positivo y ver las cosas cargado de optimismo.

Es en este punto donde quisiera sacar de la chistera uno de los puntos clave del anterior ensayo de esta serie, con el que arrancaba todo.
El control médico de múltiples especialistas.
Tengo reputación de mostrar u ocultar con maestría a mi conveniencia.
Antes de mi partida a Barcelona, se me rogó no solo sinceridad y honestidad ante cualquier psiquiatra, sino también advertir en mayúsculas del peligro que acarrea el que yo me encuentre en la rampa de salida de las fases altas bipolares.
Es algo que está hecho.
De modo que, muy probablemente, se ataque de raíz al momento en el que me encuentro con un ejército en forma de pastillas.

Así de triste es, tan cruel como suena.






Pienso, mientras desvío mi mirada a la televisión y contemplo cascadas en escenarios de fantasía absolutamente evocadores, en la naturaleza de mi propia esencia.
Hace muchos años, remando por los mares de la memoria dos décadas atrás, que yo recuerde, no resultaba un tipo en absoluto depresivo o derrotista.
¿Cuánto hay de hipomanía y cuánto hay de mí en la mezcla?
Pregunta directa para la psiquiatra.
Directa para la familia.
Para mi núcleo.
Sin embargo, quién la ha de responder, junto a tantas otras, soy yo mismo.
Quizá mediante estos ensayos no solo encuentre puntos de control para mi desintoxicación.
Quizá mediante este método, pueda ejercer un nuevo vuelo raso por los recónditos parajes de mi interior, que tantas veces he tratado de peinar con anterioridad, sorprendiéndome, emocionándome… Y asustándome.
Como el constante sonido de un riachuelo que surca el bosque, el eco de mis pesadillas diarias me acompaña, posando en mi alma el amargo sabor de la desolación.
Hacer caso omiso de ellas me empuja inconscientemente a acelerarme para huir en el día de lo que me aguarda en la noche.
Empecinarme en descifrarlas solo logra que el rugido de mi alter ego mental se vea reforzado con el grito desgarrado del maldito Monstruo que me sigue.
Así pues, solo queda encontrar y hacer malabarismos en un término medio.
La escala de grises a la que tantas veces he despreciado, infravalorado, insultado y omitido.

La estabilidad, de la que intuyo aún me encuentro lejos, en ningún caso me resulta hoy por hoy algo absolutista.
Más bien una danza de matices, una pelea día a día, minuto a minuto. Un plasmar nuestra voluntad en cada instante para acabar coleccionando años enteros de coherencia y buen hacer, independientemente de nuestra suerte.

Por ahora, el camino no deja de ser el inicio de una larga travesía.
Sobriedad y eutimia, los objetivos entre ceja y ceja de estos textos, necesitarán de cuanta más estabilidad mejor para ser consolidadas.
Del mismo modo, para dar con la estabilidad requeriré de trabajar en esos campos.
Es el pez que se muerde la cola.
El ciclo sin fin.
La lucha por la supervivencia, por el bienestar y por la misma vida.






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