La música, ese gran aliado
para canalizar las emociones, ha encontrado últimamente todo un bastión para mí
en largas piezas orquestadas de bandas sonoras relajantes.
Tanto da que la reproducción de
cada pieza dure una hora.
Se suceden, una tras otra,
mientras mi mente elucubra y mis dedos teclean. El trabajo fluye, y cuanto más
se genera más ideas se amontonan.
De fondo, la retaguardia queda
cubierta por paisajes que evocan al frío. Nieve e invierno se alían en montajes
realizados con mimo, que, en conjunción con la sedante melodía a la que
acompañan, logran que de un simple vistazo mi mente se serene.
Este escenario tiene dos
lecturas inmediatas.
La primera, la “negativa”, es
que se trata de una situación claramente hipomaníaca.
Si bien es cierto que la toma
regular de la medicación me permite dormir una cantidad aceptable de horas
diarias, no resulta menos certero percatarse de que éstas se distribuyen a
ráfagas cortas y en horarios intempestivos.
Ese factor, unido a otros como
una creciente e ininterrumpida inspiración, me conducen a meditar acerca del
abrupto y prematuro fin de los meses depresivos.
Pero antes, veamos la lectura
positiva que ha quedado pendiente.
He escrito un buen montón de
líneas sin pronunciar la palabra clave de esta serie de ensayos.
Alcohol.
Aquí está, y la lectura
positiva del escenario en el que me encuentro es, sin duda alguna, que ya no
está tan presente en mi mente.
Rebasado el medio mes sin beber,
las bondades de los momentos etílicos comienzan a difuminarse como si de un
fantasma en medio de un exorcismo se tratasen.
Evidentemente hay momentos en
los que te das cuenta de lo mucho que te apetece un buen trago. De esa espalda
tensa a más no poder. De la cabeza acelerada rogando por una frenada paulatina.
De esas que te sacan sonrisas artificiales donde debería reinar la concentración.
De esas que te vacían los depósitos de lágrimas sin explicación aparente.
No obstante, lo que reina es
un control, si no férreo, sí tenaz, sobre las emociones de uno mismo.
Más de medio mes sin beber,
concretamente combatiendo por la conquista del dieciseisavo día, hacen que uno
pueda permitirse el lujo de cuidar otros frentes de la batalla.
La hipomanía que he nombrado,
ya una realidad incontestable, puede y de qué modo, derivar en una manía que
incinere todo el periplo que he recorrido desde hace ya un tiempo generoso.
Es sumamente agradable reencontrarme
con mi querido teclado. Sentir la alianza entre mi cerebro y mis manos para
enarbolar esta serie de textos.
El elemento más desagradable
para mi estado de ánimo, el calor, puja fuerte por instaurarse en lo que se
avecina como el inicio de todo un verano.
Sin embargo, el “superpoder”
bipolar, unas llamaradas que nos hacen sentir como nuestra oscuridad se ilumina
por completo, me hace ser positivo y ver las cosas cargado de optimismo.
Es en este punto donde
quisiera sacar de la chistera uno de los puntos clave del anterior ensayo de
esta serie, con el que arrancaba todo.
El control médico de múltiples
especialistas.
Tengo reputación de mostrar u
ocultar con maestría a mi conveniencia.
Antes de mi partida a Barcelona,
se me rogó no solo sinceridad y honestidad ante cualquier psiquiatra, sino
también advertir en mayúsculas del peligro que acarrea el que yo me encuentre
en la rampa de salida de las fases altas bipolares.
Es algo que está hecho.
De modo que, muy probablemente,
se ataque de raíz al momento en el que me encuentro con un ejército en forma de
pastillas.
Así de triste es, tan cruel
como suena.
Pienso, mientras desvío mi
mirada a la televisión y contemplo cascadas en escenarios de fantasía
absolutamente evocadores, en la naturaleza de mi propia esencia.
Hace muchos años, remando por
los mares de la memoria dos décadas atrás, que yo recuerde, no resultaba un
tipo en absoluto depresivo o derrotista.
¿Cuánto hay de hipomanía y
cuánto hay de mí en la mezcla?
Pregunta directa para la
psiquiatra.
Directa para la familia.
Para mi núcleo.
Sin embargo, quién la ha de
responder, junto a tantas otras, soy yo mismo.
Quizá mediante estos ensayos
no solo encuentre puntos de control para mi desintoxicación.
Quizá mediante este método,
pueda ejercer un nuevo vuelo raso por los recónditos parajes de mi interior,
que tantas veces he tratado de peinar con anterioridad, sorprendiéndome,
emocionándome… Y asustándome.
Como el constante sonido de un
riachuelo que surca el bosque, el eco de mis pesadillas diarias me acompaña, posando
en mi alma el amargo sabor de la desolación.
Hacer caso omiso de ellas me
empuja inconscientemente a acelerarme para huir en el día de lo que me aguarda
en la noche.
Empecinarme en descifrarlas
solo logra que el rugido de mi alter ego mental se vea reforzado con el grito
desgarrado del maldito Monstruo que me sigue.
Así pues, solo queda encontrar
y hacer malabarismos en un término medio.
La escala de grises a la que
tantas veces he despreciado, infravalorado, insultado y omitido.
La estabilidad, de la que
intuyo aún me encuentro lejos, en ningún caso me resulta hoy por hoy algo
absolutista.
Más bien una danza de matices,
una pelea día a día, minuto a minuto. Un plasmar nuestra voluntad en cada instante
para acabar coleccionando años enteros de coherencia y buen hacer, independientemente
de nuestra suerte.
Por ahora, el camino no deja
de ser el inicio de una larga travesía.
Sobriedad y eutimia, los
objetivos entre ceja y ceja de estos textos, necesitarán de cuanta más
estabilidad mejor para ser consolidadas.
Del mismo modo, para dar con
la estabilidad requeriré de trabajar en esos campos.
Es el pez que se muerde la
cola.
El ciclo sin fin.
La lucha por la supervivencia,
por el bienestar y por la misma vida.
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