lunes, 30 de noviembre de 2020

Mis reseñas: Lágrimas de Peter Pan (Óscar Millán Vivancos)



RESEÑA DE LÁGRIMAS DE PETER PAN

por Óscar Millán Vivancos


Cuando cerré el libro de Óscar, el inicio de mi aventura por la novela acudió a mi cabeza.

Más bien, el envoltorio completo.

Había escuchado gran parte de la banda sonora de Hook como aperitivo.

Luego, un café acompañado de un cigarro a medio consumir.

El caprichoso sol arrojando claroscuros sobre ya las páginas finales.

 

Mentalmente, sin saber por qué, me asaltaba la visión de un paseo rocoso a orillas de aguas calmadas. En un paisaje abocado al ocaso, de éstas emergió la inmensa cabeza de un cocodrilo monstruoso. Sus ojos me miraban impávidos. Era una mirada que no necesitaba de diálogo alguno para captar mi atención y traslucir unas palabras con claros tintes de interrogatorio.

 

Que si había sido joven alguna vez, me espetaba la criatura.

Si me había hallado desatado en la bendita mugre de algún bar o cafetería, mucho antes de la digitalización del mundo.

Pensé de inmediato que sí. Pensé en lanzarme a una serie de argumentos de defensa a aquellos tiempos en los que se discutía sin esgrimir un móvil como arma y escudo. Pero, igual de rápida, una punzada de profundo dolor me sacudió por dentro.

Por un momento creí ver como los ojos del cocodrilo se encendían.

 

Que si había estado enamorado por primera vez.

¡Como si no fuese sencillo construir la perfecta imperfecta imagen de tu amor y extrapolarla!

No obstante, había gato encerrado.

La pregunta me había cogido al traspiés.

El amargo sabor de la pérdida me asaltó como si las fauces del cocodrilo se abriesen revelando un pozo de la más absoluta melancolía.

 

Durante la inevitable reflexión posterior a la conclusión de un libro, me había propuesto demostrar la inexistencia de Peter Pan en ella. Peter, mi imperdible amigo y eterno aliado.

Sin embargo, en un par de preguntas aquél monstruo me había puesto contra las cuerdas.

De repente ya no era un niño perdido que juega a poder volar.

Óscar Millán, aún menor de edad, ya jugaba a eso antes que yo.

Y muchos otros antes que él.

Curiosamente, para ser alguien que se jacta del estar y el sentir, poca habilidad de observación y juicio le falta al autor. Eso también es actuar. Quise esgrimírselo a ese joven tan ávido de vida como esquivo al vacío, cuando de nuevo la mirada del reptil brilló en exceso.

Tenía razón, ese chico ya no estaba.

 

El interrogatorio siguió durante un tiempo, peinando los bloques principales en los que se apoyaba la novela.

Que si las pesadillas.

Que si los pensamientos sucios, hostiles y psicópatas.

Que si gamberradas de juventud en las que me sentía totalmente identificado.

Decidí, ante la avalancha inquisidora, extraer una libreta para contraatacar como era debido.

En ese momento, el cocodrilo me arrancó ambas manos de un solo bocado.

 

Quedé sentado en una de las rocas que se hundían parcialmente en el agua.

Aquello me recordó el gran número de años que llevé a cabo aquel ritual. Sentir en el mar a un buen amigo.

Me recordó la ardiente rebeldía con la que defendía mi interior. Como si de un preciado tesoro se tratase, a proteger de los vulgares piratas.

Contemplando el lugar donde mis manos amputadas deberían haber estado, comprendí que no había distado de ser, en esa ocasión, uno de ellos.

Había tratado de abordar la obra leída en un análisis sesudo.

¿Qué derecho tenía?

Las incertidumbres de la edad temprana palpitan con tanta pasión y entrega que solo pueden combatirse con la necedad del paso del tiempo y la maldita experiencia que acarrea…

 

Entonces recordé mejor las páginas que había tenido el placer de leer.

Todo un mundo, una época entera, retratados en una breve novela.

Una fotografía de alguien quién, tal como era, quedó atrás hace algún tiempo.

 

La silueta del gran cocodrilo se zambulló en las aguas.

En las ondas resultantes, me pareció ver el reflejo de algo muy rápido que se movía en los cielos.

Al alzar la mirada, le vi.

La tozuda existencia de esa solitaria pasión, de esa conciencia inquieta.

La eterna aura de su sedante visión y lo perenne de la inocencia no arrebatada.

Algo que mora en el interior de muchos de nosotros.

 

Gracias, Óscar, por recordárnoslo.

Mientras una sola lágrima caiga, las fotografías recobrarán su calor.



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