EL BIPOLAR QUE NO SE DEJÓ TUMBAR
(CINDERELLA MAN)
“No me hables mierdas de la suerte. Hace mucho que la
perdiste.”
Llevar el combate entre una persona y un trastorno bipolar
al terreno del boxeo del film Cinderella Man. Eso es lo que va a tratar este
símil, con mayor o menor éxito. Con victoria o derrota, por KO o por puntos.
Esta historia da comienzo en un punto de mi vida en el que me arrastraba, más que caminar, por ella. Porque voy a hablar, en esta ocasión, desde mi propia experiencia, aunque espero que de ella se pueda extrapolar contenido al combate maníaco depresivo en general.
Yo andaba sumido en una vorágine alcohólica que suponía el clímax a la autodestrucción gestada mano a mano con un trastorno desestabilizado por años.
Si en el boxeo son los puños los que libran buena parte de los combates, en la salud mental todo se desarrolla dentro de una misma cabeza: La nuestra. Así pues, no es descabellado decir que mi cabeza, tras tantos combates contra episodios de la enfermedad, estaba tan maltrecha por aquél entonces como la mano derecha de Jim Braddock en el film que nos ocupa. Joven promesa en su momento, la mala fortuna en forma de lesiones del boxeador lo llevó a pasar gravísimas dificultades, en forma de bajo rendimiento en el ring y apuros económicos fuera de él.
Cuando un bipolar atraviesa cíclicamente demasiadas crisis, los resultados pueden ser muy parecidos, siendo el ring la pelea por la propia libertad y la vida, la misma que muchos conocemos.
El caso es que, en un momento determinado, quise pelear por algo que no había hecho antes: Vencer mi adicción al alcohol. Jim, el protagonista masculino del film, peleaba por Mae, su mujer, y sus hijos. En mi caso, vencer mi adicción, entre otras cosas, era cuanto menos garantía de cierta felicidad y paz para los míos.
Siendo este campeonato algo cíclico, siempre llega el momento en el que tu representante se te planta con la oferta de “un último combate muy bien remunerado”. Y es aquí donde da comienzo la historia.
Esta historia da comienzo en un punto de mi vida en el que me arrastraba, más que caminar, por ella. Porque voy a hablar, en esta ocasión, desde mi propia experiencia, aunque espero que de ella se pueda extrapolar contenido al combate maníaco depresivo en general.
Yo andaba sumido en una vorágine alcohólica que suponía el clímax a la autodestrucción gestada mano a mano con un trastorno desestabilizado por años.
Si en el boxeo son los puños los que libran buena parte de los combates, en la salud mental todo se desarrolla dentro de una misma cabeza: La nuestra. Así pues, no es descabellado decir que mi cabeza, tras tantos combates contra episodios de la enfermedad, estaba tan maltrecha por aquél entonces como la mano derecha de Jim Braddock en el film que nos ocupa. Joven promesa en su momento, la mala fortuna en forma de lesiones del boxeador lo llevó a pasar gravísimas dificultades, en forma de bajo rendimiento en el ring y apuros económicos fuera de él.
Cuando un bipolar atraviesa cíclicamente demasiadas crisis, los resultados pueden ser muy parecidos, siendo el ring la pelea por la propia libertad y la vida, la misma que muchos conocemos.
El caso es que, en un momento determinado, quise pelear por algo que no había hecho antes: Vencer mi adicción al alcohol. Jim, el protagonista masculino del film, peleaba por Mae, su mujer, y sus hijos. En mi caso, vencer mi adicción, entre otras cosas, era cuanto menos garantía de cierta felicidad y paz para los míos.
Siendo este campeonato algo cíclico, siempre llega el momento en el que tu representante se te planta con la oferta de “un último combate muy bien remunerado”. Y es aquí donde da comienzo la historia.
“Solía rezar para que te lastimaran lo suficiente y no
pudieras seguir peleando.”
A partir de la decisión de aceptar ese combate, de pelear
por mantenerse sobrio día a día, ocurren dos cosas. La primera es que el
trastorno se remueve, quizá imperceptible en un principio, como el origen de un
tsunami. La segunda es, que si vences el combate, si realmente pones todo tu empeño
en ello, el horizonte se llenará de más peleas.
Cuando uno ha sido derrotado por KO por un trastorno tan peligroso como lo puede ser el mundo del boxeo, en repetidas ocasiones y con secuelas tan graves como son los huesos fracturados de Russell Crowe, para el entorno más cercano a nosotros puede resultar de lo más duro ver como nos alzamos en aras de una victoria ante algo que no se puede derrotar. Porque cada vez que me he levantado y me he puesto a pelear, he tenido entre ceja y ceja la conquista de mi propia libertad, de una vida no subyugada a las condiciones del trastorno, sino más bien controlándolo y empuñándolo como quien se enfunda los guantes del deporte que nos ocupa. Unas cejas partidas por los lugares donde la enfermedad ha ido golpeando a lo largo de la década que lleva ya diagnosticada. Unas cejas que, al mirarme al espejo de mi interior, me devuelven la garra y la voluntad de intentarlo de nuevo. Unas cejas que, en cambio, al ser vistas por los demás producen una sensación de impotencia casi visceral. Esas cejas son los circuitos de neurotransmisores del cerebro, que cada vez que pelean por el título mundial de la locura contra ni más ni menos que un brote psicótico, saltan por los aires en el film en forma de ríos de sangre, y en mi experiencia en forma de largas desconexiones depresivas, sufrimiento y dolor.
Cuando uno ha sido derrotado por KO por un trastorno tan peligroso como lo puede ser el mundo del boxeo, en repetidas ocasiones y con secuelas tan graves como son los huesos fracturados de Russell Crowe, para el entorno más cercano a nosotros puede resultar de lo más duro ver como nos alzamos en aras de una victoria ante algo que no se puede derrotar. Porque cada vez que me he levantado y me he puesto a pelear, he tenido entre ceja y ceja la conquista de mi propia libertad, de una vida no subyugada a las condiciones del trastorno, sino más bien controlándolo y empuñándolo como quien se enfunda los guantes del deporte que nos ocupa. Unas cejas partidas por los lugares donde la enfermedad ha ido golpeando a lo largo de la década que lleva ya diagnosticada. Unas cejas que, al mirarme al espejo de mi interior, me devuelven la garra y la voluntad de intentarlo de nuevo. Unas cejas que, en cambio, al ser vistas por los demás producen una sensación de impotencia casi visceral. Esas cejas son los circuitos de neurotransmisores del cerebro, que cada vez que pelean por el título mundial de la locura contra ni más ni menos que un brote psicótico, saltan por los aires en el film en forma de ríos de sangre, y en mi experiencia en forma de largas desconexiones depresivas, sufrimiento y dolor.
“¿Cree que me ha dicho algo nuevo? ¿Como que el boxeo es
peligroso o algo así?”
A medida que Braddock avanza y escala por la conquista del
título mundial de los pesos semipesados, los rivales no dan crédito a que el
veterano rival que tienen enfrente muestre la cantidad de recursos que Jim
demuestra. Eso es algo muy parecido a lo que ocurre cuando a un bipolar se le dispara
la hipomanía, pues en esas condiciones plantearse objetivos como dejar atrás el
alcohol se convierte en algo incluso sumamente entretenido, casi divertido.
Pero no se tiene en cuenta que el destino inexorable de esa fase es la
irritabilidad de la manía que se vuelve contra uno mismo, erigiéndose como el penúltimo
gran rival antes de conquistar nuestro título, nuestra ansiada libertad.
He comentado con anterioridad que la victoria final era
imposible. Eso lo he dicho pues, incluso manteniendo el tipo frente a la manía,
incluso intercambiando golpes durante quince asaltos que nos dejarán mentalmente
excelsos y físicamente destrozados, el premio no será otro que el ser aspirante
al título contra el rival más sucio y peligroso del campeonato: Max Baer, que
en este símil hará las veces de la psicosis.
Y aquí es cuando se produce la fractura en la comparativa,
pues si bien el film J. Braddock mantiene un pulso de lo más emocionante contra
el último púgil al que se enfrentará, en cierto momento crítico encuentra el
punto de inflexión para salir vivo, y a la postre ganar, el combate. Ese es el
punto en el que los brotes psicóticos, y el de esta historia en particular, no
perdonan, ni muestran puntos débiles, ni reconocen nada del valor de tus
últimas peleas. De un solo puñetazo, un directo total, lo borran todo, hasta tu
propio cerebro, haciéndolo estallar mandándote por KO al suelo, qué digo, al
subsuelo del lado más terrible de la salud mental.
Este Max Baer que he construido en este símil es así. Igual
de despiadado que en el film, pero con la invencibilidad que otorga la
condición de grave episodio mental.
Así pues, ¿Recomendaría no pelear nunca contra él? ¿Tirar los guantes antes del combate en caso de que se presente? No sabría responder a esa pregunta, pues la antesala del combate es el encuentro con la manía, y ahí la voluntad arde con tal intensidad que el mero hecho de querer frenarla quema y calcina a quien lo intente.
Lo que sí recomendaría es coger toda esta historia y transformarla.
Hacer de los combates una lucha por la estabilidad.
Quizá la el premio por el título mundial de nuestra libertad se difumine para siempre, pero mientras en nuestro corazón palpite el convencimiento de que hay que luchar, se presentarán combates. Que cada gancho sea un día sin beber. Que cada directo represente un recordatorio de nuestro convencimiento por mantenernos con los pies en el suelo. Quizá así podamos un día alcanzar la felicidad final de los Braddock. Y, de no ser así, cuanto menos dejaremos de sentir como la imponente figura de Baer, embajador de la psicosis en este texto, nos mira sonriente, provocadora, en la otra esquina del ring, envuelto por las miles de voces de la enfermedad mental abucheando y aclamando, en un griterío ensordecedor que en el film puede emocionar, pero que en este escenario maníaco depresivo llega a helar la sangre.
Así pues, ¿Recomendaría no pelear nunca contra él? ¿Tirar los guantes antes del combate en caso de que se presente? No sabría responder a esa pregunta, pues la antesala del combate es el encuentro con la manía, y ahí la voluntad arde con tal intensidad que el mero hecho de querer frenarla quema y calcina a quien lo intente.
Lo que sí recomendaría es coger toda esta historia y transformarla.
Hacer de los combates una lucha por la estabilidad.
Quizá la el premio por el título mundial de nuestra libertad se difumine para siempre, pero mientras en nuestro corazón palpite el convencimiento de que hay que luchar, se presentarán combates. Que cada gancho sea un día sin beber. Que cada directo represente un recordatorio de nuestro convencimiento por mantenernos con los pies en el suelo. Quizá así podamos un día alcanzar la felicidad final de los Braddock. Y, de no ser así, cuanto menos dejaremos de sentir como la imponente figura de Baer, embajador de la psicosis en este texto, nos mira sonriente, provocadora, en la otra esquina del ring, envuelto por las miles de voces de la enfermedad mental abucheando y aclamando, en un griterío ensordecedor que en el film puede emocionar, pero que en este escenario maníaco depresivo llega a helar la sangre.
Todas las imágenes están sacadas de Google
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