jueves, 6 de junio de 2019

Segunda experiencia bipolar sin alcohol (Parte V)





Del mismo modo que he acudido tanto a los míos como al centro de drogodependencia, me dirijo a ti, querido lector, para comunicar que ayer tuve una recaída.
No fue mucho, el día era horrible, se juntaron muchos factores y el bla bla bla que puede antojarse tan eterno como convincente. Una cháchara a la que no voy a recurrir. Porque en un proceso de desintoxicación, así como en tantos otros aspectos de la vida, ante un derribo solo queda levantarse y ponerse a caminar de nuevo.

No es que ande con una resaca descomunal, ni que haya visto de repente la estela de la luz a perseguir.
Todo sigue igual, con la pequeña salvedad de que mi cerebro sigue identificando el atajo del alcohol como una loable medida para capear el temporal.
Mala cosa.
Si no tomo cartas de pura estrategia en el asunto, estos episodios me irán poniendo contra las cuerdas cíclicamente para finalmente darme la estocada con días fatídicos como el de ayer.

Esa estrategia pasa por modificar ciertos aspectos de mi vida y ser radicalmente fiel a ellos.
Como quien se agarra a un saliente en plena caída al abismo desde el cual puede librarse de su fatal destino.
Vida social me dicen algunos.
Ejercicio físico esgrimen otros.
Y en mi cerebro, ante todos esos inputs cargados de buenas intenciones, una palabra resuena desde la lejanía, como un vago eco que emerge de las cumbres de la mente para finalmente hacerse notorio como un grito. Depresión.
La fase más baja de la patología bipolar lleva intrínsecas una serie de prácticas a las que, año a año, acudo religiosamente.
Aislamiento social y apatía se dan la mano con elevado consumo de tóxicos.
Sin embargo, esta vez, una sobriedad que se ha extendido por más de tres semanas consecutivas, ha venido de la mano con una alta productividad literaria.
De nuevo, por enésima vez, he experimentado las mieles terapéuticas de canalizar mis emociones en ríos de letras que, poco a poco, conforman los lagos luego conocidos como mis novelas.

Mucha culpa del furor que me acompaña al teclear, de la razonable comunicación con las musas y de la regularidad de publicación se debe a un cambio de fase maníaco depresivo. Un amago de escalada que comuniqué de inmediato a mi médico y que ha sido atajado de raíz.
De ahí la generosa franja de tiempo transcurrido desde la redacción del cuarto ensayo.
Sobremedicado caigo en los nada agradables pozos de una desgana que roza la procrastinación y un mal humor constante de los que nublan la cabeza como humo de puro mal apagado.








De modo que en estas estamos.
A medio camino.
Atrás, un pasado difícil pero trabajado. Delante, un bello horizonte cada vez más distinguible. Sin embargo, ¿Qué hay del presente?
El reloj señala que estamos a mediodía de un jueves caluroso dentro del pequeño estudio donde me encuentro con mi gata.
El primer libro de mi saga más querida ha sido relanzado, con vistas a ejercer de cimientos de nuevas ediciones para todos y cada uno de los libros por los que tanto esfuerzo he empleado en la última década de mi vida.
Así podría ir hilvanando toda una tela de factores, unos más materialistas que otros, que se extendería hasta el final de este quinto texto de la serie SEBSA.
Pero prefiero atajar y sacarme el as oculto en mi manga.
Prefiero atacar con mi reina que enrocar al rey.

Sinceridad en mano, puedo afirmar, sin lugar a duda, que aquejo de un profundo vacío emocional.
Seguro que muchas personas de luz, unas con contrastado amor hacia mí y otras con marcadas buenas intenciones, podrían parchear el balón pinchado que representa mi corazón hasta dejarlo pulcro y como nuevo.
Pero yo quiero un nuevo esférico.
Quiero sentir de cero, quiero poder tener esa segunda oportunidad que, según tanto se dice, todos merecemos.








Desde México, una bella personita me ha acompañado durante buena parte de esta aventura en la que encuentro sumido. Ha regado las tierras de mi manía y mi depresión con sus consejos y su compañía. Con su paciencia. Con su cariño y con su amor.

De modo que, para el lector avispado, bastará con coronar esta pequeña introducción al núcleo de lo que en mí palpita con la constatación de que estoy muy ilusionado. Albergo muchas esperanzas en que, algún día, lograré salir de las trincheras amargas de la lucha contra todo y todos.
Para pasear por verdes prados donde tumbarme y, simplemente, ver las nubes pasar.
Sonriendo por fuera y por dentro, saboreando, como solo los que hemos sufrido de verdad sabemos, lo que significa verdaderamente el concepto paz de espíritu.

Por ahora, tras haber cerrado los ojos por más de una hora para otear mi mundo interior y convertirlo en palabras, alzo mi mirada y un gesto amargo tuerce mi rostro.
Veo aún mucha desolación.
Mucho humo de llamaradas demasiado recientes.
Y ese Monstruo, siempre esquivo, siempre en la sombra, sonriente.

De modo que no me queda otra, tras la alarma que activó mi recaída de ayer, que agarrar lanza y escudo y colocarse bien el yelmo.
Como reza el final del fim 300, ya con la suerte echada sobre la batalla de las Termópilas:



Si alguna alma libre pasa por este lugar,
en los incontables siglos que están por llegar…
decid a los espartanos, caballeros,
que aquí, por la ley espartana, yacemos.





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